El Congo Belga. En junio de 1890, Joseph Conrad acababa de firmar un contrato como oficial de vapores fluviales con la Société Anonyme Belge pour le Commerce du Haut-Congo. Hasta el momento, había sido tibiamente escritor, pero sin insistir: se llevó a África, a la que le ligaba un compromiso de tres años de duración, una novela apenas empezada con el título de La locura de Almayer. Ese encabezamiento casi resultó premonitorio; los tres años se convirtieron en seis meses en cuanto el joven polaco con ínfulas de artista se enfrentó con la selva profunda, con el salvajismo de los colonizadores, con la fiebre, la disentería y, por supuesto, la locura. Aquella experiencia, que le dejaría de por vida las secuelas del reumatismo, la neuralgia y los ataques de asfixia, supuso toda una inflexión. “Antes del Congo era un perfecto animal”, dicen que dijo. Muchos años más tarde, aquel choque traumático encontraría su justificación y su sentido en una obra maestra: El corazón de las tinieblas. Era necesario, poéticamente hablando, que Conrad sufriera los azotes sucesivos de la enfermedad, del vértigo, del miedo, para que ellos nos entregaran su novela. El arte es la magia del rey Midas: recicla todo cuanto encuentra por terrible o insano que sea y convierte la basura en oro puro.
La piedra de Sísifo. En setiembre de 2000 llegué a Erewhon con el fin de cumplir una misión para el gobierno que aún no ha concluido. En ese lapso de nueve años (que pronto se convertirán en década) he habitado cuatro casas distintas, he convivido con tres personas, he compartido centro de trabajo con docenas que no puedo calcular, he escrito cuatro novelas y no sé cuántos relatos, he sufrido insomnios, y borracheras, he perdido una mujer y he ganado otra, he tenido un hijo y he envejecido. Soporto este lugar y a mi modo lo aprecio igual que el cuerpo tolera esas enfermedades leales hasta la muerte como el reuma o la nostalgia, que llegan para quedarse. Durante nueve años he pensado que este era (es) un destino provisional y basándome en ello he construido mi vida sobre una fecha de caducidad: un cambio que nunca llega, un recodo que nunca consigo alcanzar, la cumbre hasta la que Sísifo trata de aupar su canto rodado. Al principio creí que podría ser feliz en este rincón apartado del progreso, y durante un tiempo me contentó esta reclusión en compañía de mis libros, la música, el humo perdido de los pensamientos y las amistades que cambiaban de cara como reflejos en el agua. Luego la amarga verdad se hizo patente: echaba de menos los cines, y las librerías, y los cafés, y las muchachas rubias que pasan de refilón por las avenidas, y la vida se me partió en dos mitades. Yo1 era ese personaje incólume que soñaba con marcharse algún día a París o Manhattan y que redactaba su obra secreta en contacto con la gran ciudad; Yo2, no menos real y preocupante, era un amargado al que habían condenado al exilio en un páramo lleno de piedras desmigadas y perros con sed. Imposible reconciliarlos. De esa fisura surgió, sigue surgiendo inagotable igual que el vapor de un géiser, la tragedia de mi vida.
El dolor enseña. Una tradición secular intenta ennoblecer las desdichas convirtiéndolas en pretextos para la obra de arte. Es decir: es necesario sufrir con el fin de adquirir los conocimientos y el talante necesarios para rematar la gran obra. En cierto canto de la Ilíada se lee que los dioses tejen desventuras para los seres humanos con la intención de ofrecer material a los poemas épicos, y todos recordamos aquella (optimista) fórmula de Valéry según la cual tout aboutit à un livre. Conrad supo destilar su experiencia en el Congo y transformar el horror y la decepción sufridos en el combustible de su novela más paradigmática y mejor recordada. Ese pensamiento, como es natural, me ha atormentado durante todos estos años de destierro en Erewhon. Intentaba convencerme a mí mismo de que este aburrimiento, este desamparo y esta hartura podían ser beneficiosos si de ellos extraía madera para alimentar la hoguera de una extraordinaria obra futura: pero esa obra no se dejaba encender, y si prendía acababa por consumirse a los pocos chispazos (encender un fuego parece una cosa muy sencilla en las historias de Jack London, pero ¿lo habéis intentado en serio alguna vez?). De pésimo humor y rondado por negros pensamientos, quise ponerme solemne y dedicar un monumento al hastío de vivir. Perpetré una novela ambientada en la Alemania de posguerra donde un antiguo artista era obligado a trabajar en una fábrica de cocacola, con las reflexiones de rigor: un despropósito. Escribí algunos cuentos que tal vez no estaban mal y en los que viajantes de comercio languidecían en moteles de carretera o ingenieros de caminos trazaban en el desierto carreteras que no conducían a ninguna parte. De momento, sigo sin encontrar la obra que redima todos estos años, que los justifique. Lo más parecido es un argumento que acaricio desde hace meses, una novela de terror que anda a caballo entre el Salem’s Lot de Stephen King y el Innsmouth de Lovecraft, protagonizado, claro, por un pueblo lleno de vampiros o de zombis.
Mi último consuelo. Aquí en Erewhon no tengo biblioteca y no puedo citar exactamente ese poema de Cavafis que adoro y que dice más o menos que nunca llegarás o dejarás tu ciudad; estabas allí antes de irrumpir en ella, te quedarás cuando te marches. Y luego pienso: ¿y si Erewhon es realmente mi patria pero no alcanzo a comprenderlo?
3 comentarios:
-Buen Luis, este post tuyo me ha llegado muy especialmente: sospecho que no media demasiada distancia física ni emocional entre tu Erehwon y mi Cosica. Si acaso, distancia cronológica.
De todas maneras, corren rumores de que en aquel pueblo donde tú estás se sigue esperando desde ciertos círculos que te sirvas de la materia rural para escribir la Gran Novela "de pueblo" a la Santos inocentes, Macondo o Yoknapatawpah.
Tu patria no se llama Erehwon, ni se encuentra a 100 kilómetros. Tu patria está más cerca. Lleva tu nombre y viste zapatillas rojas de Pocoyo.
Esta noche, después de saldar una cuenta pendiente con El club de los poetas muertos, daré comienzo a la lectura de tu nueva novela. Cuento las horas para el ritual e intuyo que esta obra confirmará aún la vigencia de eso que dicen acerca de que un buen libro es aquél que se abre con expectación y se cierra con provecho. Al menos la primera condición está ya ganada.
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