sábado, 19 de diciembre de 2009

El primer género literario


Mi talento secreto. Hay personas a las que les resulta sencillo hablar idiomas; a otras se les da bien el dibujo; la constitución física o psicológica de unos terceros les permite el sentido de la melodía; yo tengo facilidad para soñar. Observo que no todo el mundo sueña lo mismo, ni en cantidad ni en calidad, y que tanto en uno como en otro grado yo debo de andar por cifras de libro Guiness. Quizá el hecho de dormir con dificultad (me cuesta la propia vida cerrar los ojos, y una vez hecho me veo constantemente acosado por pies y dedos que se quedan sin circulación, espasmos repentinos, sudores, frioleras, qué sé yo) haga necesario a mi organismo recurrir a ese tipo de entretenimientos, quizá simplemente porque la textura de mi cerebro, siempre proclive a la fantasía, no puede cesar de presentar imágenes sin remedio: el caso es que sueño con enorme profusión y, aun a riesgo de caer en la autocomplacencia, creatividad.


Inútil servirse de redes o frascos. Esto me ha permitido reparar en varias cosas. Primera, lo difícil que resulta capturar un sueño; es decir, retenerlo, guardarlo en un bote, disecarlo en la memoria. Perdonadme otra vez, pero soy capaz de jurar solemnemente que he vivido sueños que sólo podría tildar de verdaderas obras maestras: he conversado con Borges, Obama y hasta el mismísimo Dios (que se parecía a Orson Welles); he visitado la Roma de los césares y el Egipto de Cleopatra; he vuelto a ver a mi abuelo, al que quería mucho, y he aprendido los misterios de la composición de parte de los mismísimos Bach o Mozart, en ciudades que se parecían a Berlín o Viena salvo por pequeños detalles de atrezzo. El problema es que, pasados apenas quince o veinte minutos del final de la función, una vez despierto, tan fantásticas visitas y diálogos acababan por esfumarse como la niebla matutina en las oquedades de mi cráneo. A veces, para preservarlos, los he anotado en esquinas de papel o páginas impares de cuadernos que finalmente acababan por perderse, con justicia poética, igual que las visiones a las que servían de recipiente. Por eso me encanta interrogar a quienes me rodean si han soñado esa noche y, de ser así, qué han visto. Quizá hayamos estado en los mismos lugares y conocido a los mismos fantasmas.


El sentido del sinsentido. Otra constatación que he realizado es que los sueños tienen sentido. Quiero decir, que pretenden decir algo, aunque eso que quieren decir, y perdón por el retruécano, sea un completo sinsentido. Los sueños poseen una estructura, un esqueleto, e hilan sucesos y personajes en un armazón, muy probablemente azaroso. Es como si nuestro subconsciente echara sobre un tapete cosas que no guardan ninguna relación entre sí (pero que nos han ocupado o preocupado durante la estación de vigilia) y luego se aplicase a buscar una ilación entre ellas, la primera que pueda surgir. Ese es el motivo de que, en la mayor parte de los casos, la historia que cuentan los sueños sea enigmática o disparatada; pero también de que, a veces, por pura chiripa, sean responsables de verdaderos descubrimientos. Más de un artista señero ha topado con un argumento irresistible en el fondo de la noche, y hasta científicos ha habido que se dejaron aconsejar por su almohada: conocidas y citadas hasta la saciedad resultan las anécdotas del Kubla Khan de Coleridge, que al parecer le fue dictado por una voz anónima mientras dormía, o de Mendeléiev, que concibió la ubicua tabla de elementos químicos sesteando sobre su pupitre. Todo lo cual me conduce a una conclusión que no es nueva pero sí seductora, o eso creo: que el sueño es el más antiguo género literario que existe; el más espontáneo, desinhibido, esencial; el más inocente; el primero.

1 comentario:

César dijo...

¿Leer no es soñar los sueños de otro? Excelente entrada de la que destaco el asombroso dato de que Dios se parece a Orson Welles. En efecto, de existir, dios tendría que parecerse a Welles, o no sería dios.