martes, 23 de febrero de 2010

Nada nuevo bajo el sol


En cierta ocasión el eximio Pablo de Santis, a quien considero la mayor lumbrera de la actual literatura en castellano, me comentó que andaba harto de leer historias y que se había pasado al ensayo. Uso la palabra ensayo en sentido más negativo que otra cosa, menos para indicar lo que es que lo que no: eso que en las estanterías de las librerías anglófonas figura bajo los rótulos de non-fiction. Y es cierto que a veces eso pasa. Quiero decir: igual que el organismo se cansa del chocolate cuando van cuatro tabletas, o de oír el mismo CD que rueda y rueda por la guantera del coche, fatiga leer cuentos. Quiero decir, cosas con presentación, nudo y desenlace en las que a personajes les pasa algo, o desean algo para conseguir lo cual deben arrostrar ingratas tareas y acongojantes peligros. A veces uno siente que las historias se repiten con una incomodidad mucho más molesta que el gazpacho, y que, como ya acuñaran el anónimo autor del Eclesiastés, Píndaro, León Felipe y muchos otros (porque la patente de dicho pensamiento no puede pertenecer a nadie), nihil novum sub sole.


Nuevas historias, nuevos argumentos, nuevos mares por descubrir. Ah, la canción del pirata... Cuánto nos gustaría, de veras, que ese librito que nuestro amigo del alma nos presta con la promesa solemne de que jamás has leído nada como esto, que ese mamotreto que el fajín anuncia como la novela más insólita del siglo XXI, que cualquier volumen, por tosco e insignificante que resulte a la vista, escondiera de veras un relato que de un modo u otro no hayamos surcado ya, cuyo fondo o superficie no hayamos recorrido en goleta o submarino. Pero es difícil, sí, y uno se cansa: a veces injustamente, pero la gran mayoría de ellas no. Por desgracia. O quizá no tanto, ahora que lo pienso.


Porque en realidad, si nos fijamos, uno termina por leer (o por ver, si hablamos de cine, oír si de discos, y así) sólo lo que sabe que no le deparará ninguna sorpresa. Entendedme: a cierta altura de la película uno ha adquirido tal cantidad de manías, viejos (cariñosos) prejuicios, anteojeras y poltronería que no tolera que le muevan del carril. Es más, uno termina por considerar la maldad o bondad de los productos artísticos dependiendo de si se acomodan o no a ese rasero arbitrario y lleno de pereza. Me decía una vez Blanca Riestra (si está por ahí a lo mejor se acuerda) que acabamos por leer sólo lo que nos gustaría escribir; lo cual es también cierto por pasiva y acabamos por escribir sólo lo que nos gusta leer, con lo que ya está liada... A ver: ¿cuántas intolerancias no acumula uno al cabo de treinta años (los míos) de lector? Y peor: ¿cuántas de esas intolerancias no se convierten en supuestas leyes sagradas de lo que debería o no debería ser un buen libro? Ejemplos personales: no soporto a) Las novelas que comienzan con un punto y aparte; b) La aparición de la palabra tío en el sentido coloquial de colega, amigo o similar, si no está siendo referida en estilo directo; c) Los diálogos en los que no se acote en algún momento qué personaje habla, porque acabo por liarme; d) Las descripciones basadas en personajes de la actualidad: “Sus alumnos le decían a X. que se parecía a Harrison Ford”; e) Los enclíticos, con lo cual me pierdo la mayoría de traducciones al castellano del siglo XIX y primera mitad del XX; f) Ciertas palabras-bomba, que pueden explotarte en la cara al menor descuido: zalamero, azulino, glabro, qué se yo; g) etcétera. Repito: supersticiones estrictamente personales que si aparecen, por un motivo u otro, en el libro que lees te inclinarán, aunque no existan auténticas razones de peso, a juzgarlo perverso, trivial, pesado, bobo o sencillamente mal escrito. Y habréis reparado, espero, en que sólo menciono cuestiones de estilo y que no me meto con argumentos, personajes, atmósfera y demás, donde podríamos perdernos con no menos facilidad que Pulgarcito en el cuento.


Conclusión: que uno se cansa de no encontrar nada nuevo, sí, pero es que tampoco desea en el fondo nada nuevo. Quiere, a lo mejor, lo mismo pero más condimentado, o con algún ingrediente insólito, o en un plato de diferente color, o aliñado de otra manera. Hacer arte, parece, consiste en teñir la piel de animales disecados.


(Pero en realidad yo quería hablar de la lectura de ensayos, que es lo que me ocupa en estos días, y en especial de uno de mis géneros favoritos, la divulgación científica: asunto éste que demoraremos hasta la semana que viene. No separéis, niños, la oreja de vuestro receptor.)

2 comentarios:

Javier Calvo dijo...

Me siento completamente identificado. Yo he notado que al pasar los años cada vez me interesa leer menos autores y son siempre los mismos. Creo que es la edad (la mía, quiero decir). Hay como 15 o 20 escritores con los que he ido creciendo y lo que más me gusta es seguirlos, leer todo lo que hacen y releer sus libros. Y por los demás cada vez tengo menos curiosidad. De las novedades, cada vez me entero menos. Es un poco autista, pero es lo que me pasa. Y estoy convencido que tiene qu ever con hacerse mayor, uno se vuelve más fiel, o más conservador, o más monógamo, con sus lecturas.
Por cierto, mi mujer es la traductora al inglés de Pablo de Santis.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Sí, Javier, sabía lo de tu mujer, aunque sólo he visto la edición de Harper de The Paris Enigma. En cuanto a lo de las lecturas y la edad, estoy de acuerdo contigo. Creo que hay una especie de fase de formación o crecimiento en todos nosotros que nos hace buscar indiscriminadamente inspiración o modelos en cada cosa nueva que sale; luego uno encuentra sus moldes, por así llamarlos, o se entera de una vez de lo que más o menos quiere hacer, o leer, y el resto, como tú dices, es monogamia. Quizá más aburrido, sí, pero también más confortable.