Por lo general, las ferias del libro suelen provocarme hastío. En la de Madrid sólo he estado un par de veces y la oferta me apabulla; las de otras ciudades las encuentro menores y domésticas, sin que superen a sus librerías de cabecera más que por el tamaño de los escaparates; la de Sevilla, que es donde vivo, me gusta sólo porque ofrece una ocasión óptima para ver a gente con la que no me cruzo el resto del año y porque tiene un bar por donde mi hijo puede correr a todo gas (será atleta) sin estrellarse contra el mobiliario. Esto me pasa con las ferias, digamos, canónicas. Pero hay otras menos prestigiosas o voceadas que a mí me pierden: las Ferias del Libro Antiguo y de Ocasión. En Madrid, ocupa la mitad de Recoletos y creo que cae por primavera. Aquí, en Sevilla, siempre llega con las primeras lluvias; recorrer sus muestrarios con el olor a mojado sobre el plástico del anorak es una de las traducciones más cabales que encuentro del concepto de felicidad. Se abrió el pasado viernes, y allí estuve. Y encontré algo de lo que enseguida paso a hablaros, hipócritas lectores, semejantes y hermanos.
Tiempo ha cayeron mis ojos sobre un exquisito tomo perteneciente a la Biblioteca General Universitaria de la Hispalense cuyo tema confeso eran los asesinatos sangrientos, los espectros de ultratumba y la carnicería literaria, temas todos ellos que me apasionan como ya creo que sabéis. Tanto me encantó que estuve (lo confieso) tentado de no devolverlo, de esconderme con él, de enterrarlo para que nunca se separase de mi lado: soy pusilánime y lo dejé huir. A veces soñaba con él, y quise comprarlo. Inútil: había sido editado, sin rescate posible (¿quién iba a querer recuperar semejante engendro?), por la mítica Editora Nacional en fecha de 1977, y hacía tiempo que los catálogos lo eludían. La llegada de Internet me dio nuevos bríos: consulté librerías y portales de viejo online donde di con él, sí, pero a un precio de esos que entran en el tipo de cosas que uno no le cuenta a su mujer; lo dejé estar. Hasta el viernes. Ahí estaba, por una módica cantidad. Y aquí lo tengo ahora, y lo miro con arrobo mientras escribo estas líneas de presentación. ¿De qué se trata, y a qué tanto misterio? Os lo cuento en un tris.
Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, o sea el historiador trágico de las catástrofes del linaje humano, de Agustín Pérez Zaragoza. De eso hablo. El docto texto que le sirve de introducción, debido a la no menos sapiente pluma de Luis Alberto de Cuenca, nos informa de que se trata de un folletín negro publicado por vez primera en 1831, a rebufo de la moda de fantasmas y degollinas que imperaba en Europa por entonces. Su autor, un mediocre polígrafo a cuya responsabilidad hay que atribuir un par de recetarios de cocina, libelos políticos y cierto Recreo de damas del gran tono, o sea delicia de lechuguinos y lechuguinas, saqueó a placer diversos novelones franceses de la época y se sirvió de sus truculencias para armar este texto, que es, creo, uno de los escasísimos ejemplos de literatura gótica auténtica con que cuenta nuestra tradición nacional. La lectura es deliciosa por varios motivos. Primero, por la distancia estilística que media entre nosotros y estas frases apabullantes, melodramáticas y estentóreas que se pueden mirar sólo de reojo; luego, porque se trata de uno de los representantes más primitivos de lo que podríamos llamar pulp en castellano; los títulos de cada episodio y esos grabados nigérrimos que recuerdan a los pliegos de ciego en las ferias; el hecho de que, además del pulp, Pérez Zaragoza inaugurara otro subgénero no menos execrado en nuestras letras: el best-seller. Da mucho gusto y risa comprobar cómo otros literatos auténticos de la época, como Mesonero Romanos, se despachan acerca de la capacidad de las Sombras ensangrentadas para colocarse en los escaparates y vaciar los bolsillos de la muchedumbre (es un decir) lectora. El siguiente testimonio viene incluido en el prólogo de Cuenca:
“Una censura suspicaz e ignorante dificultaba la publicación de las obras del ingenio y prohibía y anatematizaba hasta las más renombradas de nuestro tesoro literario: los escritores de más valía, los hombres más insignes en las letras, hallábanse oscurecidos, presos o emigrados: los Quintana, Gallego, Saavedra, Martínez de la Rosa, Toreno, Gallardo, Villanueva y demás, eran sustituidos por autores ignorantes y baladíes, que empañaban la atmósfera literaria con sus producciones soporíferas, su desenfreno métrico, sus cantos de búho, sus absurdos escritos religiosos e históricos, sus novelas insípidas, de las cuales las más divertidas eran las que formaban la colección que, con el extraño título de Galería de espectros y sombras ensangrentadas, publicaba su autor, don Agustín Zaragoza y Godínez” (Mesonero Romanos, Memorias de un setentón).
Para entendernos, la crónica de Pérez Zaragoza no difiere en esencia de esos asesinatos aparatosos y decapitaciones de medio pelo que nutrían publicaciones nacionales como El caso, y que siempre han sido tan del gusto del estómago popular. Aquí la sed de tremendismo alcanza cotas tan inverosímiles como encantadoras, y uno nunca está seguro del todo de dónde acaba la genialidad y comienza el mal gusto (si se diferencian). Recuerdo un pensamiento a vuelapluma de Don Avito, el filósofo visionario que protagoniza Amor y pedagogía de Unamuno: si de lo sublime a lo ridículo sólo media un paso, uno puede acabar haciendo el tonto de tanto elevarse, sí; pero también puede acabar por ascender de tanto hacer el tonto. Ecco.
Un sucinto examen al índice de la edición de Cuenca, que sólo abarca la mitad de las carnicerías originales, puede dar una idea aproximada del contenido de las Sombras. Copio: Miladi Herwort y Miss Clarisa, o Bristol, el carnicero asesino; La morada de un parricida, o el triunfo del remordimiento; La bohemiana de Trebisonda, o un sequín por cabeza de cristiano; Camila y Livio, o los efectos de un amor desgraciado. Mi favorito, de cualquier modo, es el de la Historia trágica tercera, con el que además he decidido encabezar esta nota: La princesa de Lipno, o el retrete del placer criminal: jamás nadie había tenido la despampanante ocurrencia de juntar esas tres palabras imposibles, retrete, placer, criminal. El grabado que aparece aquí al lado, con un monigote sin cabeza y una señora que chilla, pertenece precisamente a ese capítulo. Abajo se lee, y va en serio: “Cielos, que veo!!! esto no es ilusión? mi muerte es ya inevitable” (sic).
Una lectura que debería ser obligatoria para el brumoso mes de noviembre.
3 comentarios:
Como título es insuperable,desde luego. Y el grabado me parece una verdadera joya. Lástima que el libro no se reedite, igual volvía a ser un éxito de ventas.
Sobre la muy desconocida novela gótica española hay una tesis doctoral muy reciente, de Miriam López Santos, que ha editado hace nada, en Siruela, una titulada "La urna sangrienta", con prólogo también de Luis Alberto de Cuenca, como la que comentas. He leído que piensan seguir recuperando más títulos, que hay unos cuantos sin reeditarse (incluso desde el siglo XIX), com ésta de "La urna"). Enhorabuena por el hallazgo.
Esa frase de Unamuno me recuerda unas palabras de Salvador Dalí: "La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco".
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