La editorial sevillana Paréntesis, dirigida por el muy capaz Antonio Rivero Taravillo, acaba de publicar en su colección Orfeo la perenne novela de Joseph Conrad, en traducción de Ramón D. Perés. Siempre es recomendable hacerse con un libro que merece el gasto, y éste lo merece, y si además viene prologado por vuestro ferviente Testigo Ocular, cual es el caso, pues todavía más. Ríos, torrentes, cataratas de tinta podrían derramarse para dar cuenta de las diversas dimensiones que abarca este clásico inextinguible de la literatura de aventuras. Yo, que no quiero ensuciar más papel, me limito a una docena de páginas de impresiones y atisbos, de la que escojo un par de párrafos para que os hagáis una idea de por dónde pego los tiros. El texto completo, en librerías.
En una distinción que se ha convertido en clásica, Carl G. Jung divide el talante psicológico de los individuos en dos grandes tipos. El extrovertido es aquel que reacciona ante los obstáculos o dilemas en que le sume la existencia mediante el recurso a la acción, tratando de liberarse de la zozobra a través del contacto con otros cuerpos, territorios, dilemas nuevos. El introvertido, por el contrario, responde a las mismas dificultades huyendo hacia el centro de sí: retrayéndose como un marisco en su coraza e intentando sondear su propia persona en busca de un orificio de desagüe. Uno es emprendedor, rectilíneo, optimista, matinal; el otro tiende a la molicie, la melancolía y el ocaso, que es otro nombre de la reflexión: como apuntó Hegel, la lechuza de Minerva sólo eleva el vuelo al atardecer. Me permito ahora aplicar la clasificación de Jung a un ámbito nuevo, más concretamente literario, y separar las novelas en extrovertidas e introvertidas. Creo que todos tenemos en mente qué autores o títulos pueden inventariarse en una u otra sección. En la primera figurarían todos los relatos de búsqueda, aventuras, iniciación, formación, amoríos; engrosarían la otra las descripciones psicológicas, los retratos de familia, las decadencias de los imperios, ciertos experimentos y esas novelas proverbiales donde nunca sucede nada, como alguna de Henry James. Por supuesto, la distinción es todo lo burda que queramos y me sirvo de ella sólo con intención ilustrativa, de manera que me tomo la libertad de volver a usarla y de partir otra vez la primera categoría, la de las novelas de aventuras, en aventuras de fuera y aventuras interiores.
Modelos de aventuras externas, de acumulación de paisajes, monstruos, pruebas, bodas y perdices pueblan generosamente la literatura desde las Mil y Una Noches al ciclo artúrico, y se perpetúan en grandes nombres de los dos últimos siglos. Es el relato de aventuras con el que muchos emprendimos la cenicienta tarea de crecer y que aún ocupa un altar intacto en algún rincón de nuestra nostalgia: los inventores de Verne, las exploraciones de Rider-Haggard, los folletines de Dumas père y las alucinantes previsiones de H. G. Wells. A ellos habría que sumar a otros autores en los que el mundo es siempre excusa para el extremismo, la temeridad y la violencia, escritores con prisa que necesitaban testar previamente los avatares que narraban en sus propios huesos y que patentaron ese estilo moderno de las frases veloces y desnatadas: Crane, London, Hemingway. Los personajes que ocupan estas historias no tienen tiempo de pararse a pensar porque la realidad siempre es urgente y excesiva: un conjunto de retos que exige la respuesta sumaria de la carrera o el escopetazo.
