martes, 15 de febrero de 2011

El arte y pasarlas canutas




Un somero examen a la biografía de Johann Christoph Friedrich (1732-1795), el penúltimo de los hijos de Johann Sebastián Bach, e, igual que él y el resto de sus hermanos, maestro músico, no puede sino mover al aburrimiento. A diferencia de su padre, del agitado Carl Philip Emmanuel, del trastornado Johann Christian, Johann Christoph Friedrich llevó una vida de lo más sedentario, horizontal y anodino: recluido en la pequeña ciudadela alemana de Bückenburg, se dedicó a envejecer mientras paseaba por la calle principal llevando bastón y sombrero y pulía sus delicadas composiciones musicales, escondidas de la curiosidad pública durante siglos. Más adelante os hablaré extensamente de ello, pero cuando uno escucha la obra de Johann Christoph queda rápidamente sorprendido: la molicie y el descuido de la biografía no se corresponden con esta imaginación chispeante, estas modulaciones riesgosas, esta paradójica aceptación del brío de vivir. Entre la vida de este individuo y el arte que fluye de ella existe una extraña contradicción, no excepcional, ni mucho menos. En música, el fenómeno es incluso relativamente frecuente: las incendiarias sonatas del padre Soler fueron concebidas por un religioso completamente domesticado por las disposiciones monásticas, y la dulzura enamoradiza del teclado de Blasco de Nebra (por ceñirnos a ejemplos nacionales) provenía de un adusto fraile del monasterio de Montserrat. También en otras artes pueden espigarse ejemplos del mismo contrasentido.

En literatura, todo el mundo está al tanto de que las existencias de Kafka y Pessoa carecieron perversamente de relieve, y que los días de ambos se restringieron a una repetición lastimosa de oficinas, dietarios, tinteros, polvo y desamparo. Si alguien me pregunta a dónde pretendo llegar con todo esto, es a una cuestión que a menudo asalta a esos amantes de las biografías románticas, de las vidas de santos donde abundan la llama y el terremoto: ¿se puede crear sin poseer una experiencia profunda de la vida? ¿Hay espesor suficiente en la obra de un creador que apenas ha abandonado la salita de su casa, que no se ha quitado las pantuflas? ¿Es igual de valioso el artesano que vuelve cada noche a su alfombra y sus niños una vez concluida la jornada en el taller que aquel otro que desparrama su talento por los cinco continentes, entre juergas desenfrenadas, amantes con lunares y vino tinto? Más: ¿son necesarias la desdicha y el dolor para crear con autenticidad?

En fin, yo declaro desde ya que a mí me parece que no. Todo consiste más bien en un pesado malentendido romántico que, desde hace muchos años, obliga al artista a pasarlas canutas con el fin de destilar arte inmortal a partir de sus cuitas. Una tontería, sí, una pervivencia de aquel viejo prejuicio cristiano según el cual el sufrimiento nos vuelve más dorados a los ojos de Dios, o del clásico adagio de Esquilo, no sé si en Los Persas: páthos máthei, el dolor enseña. Pero a mí me da que el dolor no enseña en absoluto. Todo lo más, desespera; todo lo más, embrutece. Una persona que ha sufrido no es más sabia: es más indiferente.

Según un antiguo tópico en el que no creo, para retratar una emoción en una obra de arte, hay que haberla experimentado previamente centuplicada en las propias carnes. Quiero decir: para describir el abismo moral en que sume la pérdida de un hijo, hay que haber visto al propio en la mesa de autopsias, y para calibrar en todo su calado la intoxicación del amor, hay que haber amado sin reservas, en cinemascope. Los partidarios de este punto de vista encuentran incómodas o inexplicables las biografías de los autores que he reseñado hasta ahora. ¿Cómo puede ser honda la música de este sujeto adocenado, que no abandonó su pueblo a no ser para visitar una venta en día de bautizo? ¿Cómo puede comprender el mal una persona que se ha pasado toda su vida conviviendo alegremente con sus vecinos? ¿Cómo alcanza a entender un cáncer de estómago el que sólo ha sufrido un inofensivo dolor de muelas? La cosa se agrava si, además, se reconoce que el artista en cuestión fue feliz. Feliz, sí, esa ordinariez: porque ser artista y, encima, feliz, es como una falta de respeto para con sus biógrafos. Lo cuenta María Rosa Lida en el ensayo que dedica a Sófocles, un escritor desprestigiado por los románticos por el sencillo motivo de que su vida fue enteramente satisfactoria: le sonrieron la salud, el dinero, el amor y la gloria. Y escribió sobre el incesto, la mutilación, el odio, la sangre y el horror de vivir. ¿Era un hipócrita Sófocles? Pero, ¿acaso no todo artista lo es? Y si no lo era, ¿dónde conoció todas esas atrocidades de que habla? ¿Cómo se atreve a afirmar, tal y como enuncia uno de sus personajes más famosos, que afortunado es el niño que muere en el claustro de su madre, que no nacer es lo mejor que puede sucederle a nadie?



Muy probablemente, el arte sea una variante de conocimiento que se sirve de la imaginación. El artista es tanto más perfecto cuanto más es capaz de imaginar otros cielos, otros corazones, otros miedos. Y lo que caracteriza al verdadero artista es la capacidad de reflejar con exactitud pensamientos o emociones que no le han sacudido de veras, que él sólo ha reproducido controladamente en el laboratorio personal de su cerebro. Escribir sobre selvas cuando uno se ha pasado la vida dando machetazos en los manglares no tiene mérito: lo valioso es hacerlo, convencer al público y vivir en un adosado con dos niños repelentes. Dice Schopenhauer, el gran Schopenhauer, que el artista posee el privilegio de asomarse cara a cara a la idea platónica, y de concebir el amor, la valentía, la pasión, el horror y todo el resto de utillería sentimental a partir de sus modelos universales, sin contacto con la realidad. El mismo Schopenhauer, por cierto, que se pasó la mayor parte de la vida refugiado frente al hogar de su chimenea, hablando con su perro, huyendo del contacto de esos seres humanos a los que despreciaba. Y que sin embargo pintó mejor que ningún otro, o ese es mi criterio, las aguas más profundas del pozo de todo hijo de vecino. Incluido tú, incluido yo, incluidos los demás.

5 comentarios:

Elena Rius dijo...

Sí señor, excelente entrada. Estoy contigo y con Schopenhauer en que lo valioso del arte es que haga posible asomarse a abismos y emociones que uno no ha experimentado nunca. En cuanto a Johann Christoph Friedrich, te agradecería que me hicieras alguna recomendación de sus obras: creo que nunca he escuchado nada de él y me interesaría mucho.

Leo dijo...

Me ha gustado mucho tu entrada. Siempre me ha llamado la atención ese enaltecimiento del sufrimiento, y eso que comentas de manera tan acertada y divertida: que ser feliz sea poco menos que una ordinariez. Hasta donde yo sé, ser feliz no significa que no te preocupen los grandes temas humanos; ni siquiera implica que no te duela la vida, que es dura hasta para los felices. En fin, que no quiero alargarme: me ha encantado leerte.
Un saludo.

Pascu dijo...

No es por llevarte la contraria, Luis Manuel. Cada caso es un mundo. Pero es que justo ayer escuché este fragmento en la página de RNE, y le viene que ni pintado a tu entrada de hoy. Es de un autor que conoces muy bien. Por lo demás estoy de acuerdo con tu interesante entrada. Sólo añadiría: al menos las pasarían canutas escribiéndolo.

http://www.rtve.es/mediateca/audios/20110211/miniaturas--dostoyevski-convertir-dolor-joya-11-02-11/1014142.shtml

César dijo...

En los (nefastos) talleres literarios suele aconsejarse: escribe sobre lo que conoces. Craso error, es mucho mejor escribir sobre lo que no se conoce, porque primero hay que descubrirlo y luego transmitir ese descubrimiento al lector.

La mejor literatura no es la que da respuestas, sino la que plantea las preguntas adecuadas. ¿Y cómo se va a preguntar nada quien ya está seguro de saberlo todo? La mayor virtud de un escritor no es la sabiduría, sino la curiosidad.

Gran entrada

tollendo dijo...

No olvidemos a Kant, capaz de describir detalladamente lugares remotos sin haber salido nunca de su ciudad natal. Era "el viajero interior".