Si este blog sufre últimamente un poco de anemia y apenas encuentro tiempo o fuerzas para poner algo (interesante) en él, es porque ando de trabajo hasta las cejas.
Trabajo manual, sí, pero también del que más cuesta: el que tiene lugar precisamente detrás de esas cejas. Acabo de terminar la primera redacción de una novela y ahora ando remirándola entre la perplejidad y el recelo, preguntándome (siempre igual) si habré escrito una genialidad o una soberana mierda. Suelo escribir mis novelas primero a mano, en una caligrafía tan minúscula que parece el código cifrado con que Da Vinci ocultaba sus revelaciones, y a continuación me torturo la retina corrigiéndola, rastreando imperfecciones y pleonasmos, haciendo de policía textual: esa es la fase que sufro ahora, y que sólo podría asociar al completo desasosiego del enfermo que se busca el tumor de donde viene la fiebre. Dentro de poco, si todo va bien, si las tachaduras no superan a los renglones sanos y si no he mandado todos los papeles a la basura, comenzaré con la fase de la versión a ordenador. Hasta que se me hinchen las falanges de tanto teclear.
El texto bruto yace en una carpeta amarilla que tengo a mi izquierda mientras escribo esto. Dicha carpeta me acompaña a todas partes, al trabajo y la biblioteca, porque cualquier momento es bueno para ponerse a repasar y el cerebro nunca descansa: rectifica, pone y quita comas que no ve, formula mentalmente alternativas que después, sobre papel, no resultan tan geniales, y vuelve una vez y otra sobre los mismos despojos. El caso es que algo me obsesiona siempre en esta frase del trabajo, mientras traslado de un lugar a otro el producto básico: perderlo. Y si me lo olvido en un autobús. Si se me resbala de las manos y cae en una alcantarilla. Y si arde al acercarlo demasiado a una estufa. Y si me lo roban. Todo eso puede suceder, como muestran muy bien diversas fábulas moralizantes.
Acaba de publicarse un librito de lo más recomendable, debido a Alexander Pechmann, con el título de La biblioteca de los libros perdidos (traducción de Juan José del Solar, Edhasa). En su censo de holocaustos literarios (libros que no nacieron o que murieron prematuramente), Pechmann menciona el caso ciertamente sangrante de Malcolm Lowry. Durante un par de años, Lowry ocupó una suave cabaña en las laderas del Canadá, donde, en compañía de su amante Margerie, se dedicaba a las tareas absorbentes de rescribir (siempre rescribir) y estudiar los secretos de la Cábala hebrea. Entre el enorme volumen de papeles que todavía no había dado a la imprenta, se encontraban la obra de su consagración, Bajo el volcán, y otra, titulada In Ballast to the White Sea, que debía constituir su culminación y su desenlace. El 7 de junio de 1944, la cabaña fue pasto de las llamas. Ardió todo lo que contenía, salvo sus dos inquilinos (y al menos uno de ellos consideró que habría preferido la inmolación). En el último segundo, Marjorie logró rescatar Bajo el volcán, pero el resto quedó entre los rescoldos. Horas y horas de desvelos, correcciones y talento entregados al humo, que es el destino final de todas las cosas.
Ahora, antes de salir de casa, miro mejor las estufas, por si las moscas.
3 comentarios:
Siempre he escuchado con las orejas tiesas esas historias (ciertas? legendarias?) sobre los manuscritos perdidos de Hemingway. Trabajar en una novela, terminarla y luego perderla... solo de pensarlo me entra un escalofrío de terror!!
Mucha suerte con la próxima, buen Luis Manuel.
Ese riesgo me hace pensar en el milagro secreto de Borges o en la demostración perdida de Fremat, demasiado aficionado a escribir genialidades en los márgenes.
De Alejandría mejor no hablamos.
Escalofriante.
Un escalofrío me ha recorrido la espalda cuando he leído que vas por ahí cargando con la única copia de tu manuscrito. Te gusta vivir peligrosamente, ¿eh? Y yo que hago tres backups de cada página que escribo...
Publicar un comentario