A pesar de su apetitosa envoltura, también la señorita que encabeza esta entrada estaba compuesta de bacterias, gases innobles, carne que se corrompe y fango. Naciones enteras de microbios bebían de las riadas de su sangre, igual que en la tuya y en la mía, se repartían por las cloacas de sus intestinos y aguardaban pacientemente, en orificios públicos y secretos, a que llegara su momento. El momento de la muerte: aquel en que las células no contarían con poder para seguir replicándose y aquel festín de tejidos sería pasto de colmillos y trompas sólo asequibles al poder de los microscopios. Entonces, como sabe cualquier necrólogo, el hidrógeno liberado en el proceso de descomposición se combinaría con la hemoglobina contenida en la sangre y lo que antes habían sido órganos, músculos, nalgas y pezones comenzarían a sucumbir ante manchas verdinegras acompañadas de un hedor insoportable, el olor del otro mundo. Al menos es así en la gran mayoría de los casos. Es así siempre que los líquidos corporales, que forman el ochenta por ciento de nosotros mismos, liberan a su buen criterio a todas las criaturas ocultas que medran en su interior. Es así salvo en un caso: en el de que esos líquidos, natural o artificialmente, desaparezcan. Entonces no hay cadáver: hay momia.
Aparte de egipcios y mesoamericanos, también la naturaleza ha demostrado aptitudes espontáneas para la momificación. Basta con que, sometido a una altísima o bajísima temperatura, el cuerpo evapore o congele sus fluidos para que se produzca dicho proceso. Hay ejemplos a manos llenas. Las primeras momias del valle del Nilo eran individuos en posición fetal enterrados bajo la arena: el sol proyectado sobre ellas encendía un horno que no tardaba en cocinarlos y dejarlos convertido en mojama, estopa y trapo. La famosa Ginger del British Museum constituye una digna representante de esta variante. En cuanto a la otra, la momia por congelación, también hay candidatos para llenar un listín: desde el famoso protosuizo Ötzi, hallado en los Alpes después de seis mil años de sueño y ultracongelación, hasta el inquietante John Torrington, cuya tumba fue exhumada en 1984 en el Ártico canadiense; Torrington formaba parte de la expedición que sir John Franklin emprendió en busca del Paso del Noroeste en 1845 y parecía haberse dormido en el ataúd el día previo a su hallazgo bajo dos metros de hielo. Los climas extremos lo han cristalizado, lo han hecho eterno a su modo. Igual que a Yvette Vickers.
Esta rutilante protagonista de las masturbaciones de nuestros abuelos fue miss Playboy en julio de 1959, después de encabezar los repartos de algunas cintas de ciencia ficción de serie B entre las que se cuentas títulos tan contundentes como El ataque de la mujer de quince metros (Attack of the 50 feet woman, 1958) y El ataque de las sanguijuelas gigantes (Attack of the Giant Leeches, 1959). Ignoro los detalles de su biografía, pero supongo que no debe de seguir derroteros demasiado distantes de las de otras estrellas de su mismo espectro: los flashes de las cámaras no tardarían en oscurecerse y todas las fotografías que acabaría por ocupar serían aquellas que se suelen conservar en viejas latas de galletas. Yvette Vickers contaba con la venerable edad de 82 primaveras y se había convertido en una mujer reservada, casi taciturna, según la describen sus vecinos; vecinos como ese que, alarmado por la cantidad de correo que se acumulaba en su umbral y por no haber obtenido respuesta de ella después de pulsarle repetidamente el timbre, avisó a la policía. No había mal olor en la casa. Y no podía haberlo, porque, aunque era cadáver desde aproximadamente un año atrás, Yvette no se pudría. Había muerto junto al radiador encendido: era una momia. Nadie se había acordado de ella en los últimos doce meses, lo que facilitó la acción de la naturaleza; esperemos que sí hubiera alguien dispuesto a acordarse de pagar la factura de la calefacción.
El destino es un autor enigmático, con un peculiar sentido de la justicia literaria. Consideró que Yvette había debido toda su fortuna al cuerpo en que vivió, y no quiso que ese servicial envoltorio se perdiera con la muerte. Que así sea.
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