Hay libros que
marcan nuestra vida: ritos de paso que, igual que personas, paisajes, palabras,
cifran un punto concreto de nuestro pasado en el que el mundo se convirtió en
otra cosa. A veces, en momentos de flaqueza, cuando los objetos se vuelven
menos sólidos a nuestro alrededor y las torres amenazan con derrumbarse,
regresar a esos libros es como recogerse en casa; navegar hasta puerto seguro,
refugiarse en la cabaña ante el acoso del vendaval. Es lo que me sucede a mí
con una obra que he estado revisitando en las últimas semanas, a la que me han
vuelto a conducir diversos descarríos del cuerpo y del alma. Se trata de uno de
los libros más bellos que existen: la Ética
de Spinoza.
Al internarse
en la Ehica , la mente queda perturbada de inmediato por
la forma. Para desplegar sus ideas principales, Spinoza eligió los rigores del
método geométrico: como en un juego de la oca matemático y demencial, las
definiciones ceden el paso a los axiomas, los axiomas a los postulados, y todos
allanan el camino para proposiciones numeradas en cifras romanas que tienen el
sabor a granito y verdina de la eternidad. Si la poesía es forma, entonces la Ethica
es la mayor obra de poesía del mundo. Para demostrar a los hombres que el amor
intelectual a Dios es la cima de la perfección y de que tenemos la obligación
de la alegría, entre otras metas, Spinoza eligió una disciplina férrea,
desnuda, mecánica, que deslumbra al lector con su avalancha de referencias
cruzadas y el aspecto aparentemente descarnado de las deducciones. Todo en la obra
parece suceder en abstracto, a salvo de las contingencias de los hombres, como
un fenómeno natural que no se puede aprobar o condenar por las buenas, sino que
sólo cabe admirar. Como su autor quería que hiciéramos con todo, con lo único
que existe: la Naturaleza ,
es decir, Dios.
Spinoza
asienta de antemano que todo es una única sustancia de la que nosotros, los
hombres (igual que los pájaros, y las nubes, y las colillas, y las melodías, y
las guerras, y los recuerdos) no constituimos más que meras modificaciones o
aspectos. El hombre no es libre porque tampoco Dios lo es: debe expresar su
infinita potencia sin cesar, debe ser hasta agotarse (si ello fuera posible),
poniendo toda su esencia infinita en el despliegue. Por eso todo ente, toda
cosa individual, toda persona desea perseverar en lo que es, desea existir sin
cesar. Por eso todo cuanto le ayuda en ese objetivo es bueno, y por eso el
regocijo es deseable y la tristeza no. Y por eso, en fin, no cabe mayor felicidad
que la contemplación de ese todo que colma las esperanzas de un intelecto ávido
de eternidad.
¿Arduo?
Seguramente. ¿Árido? Os aseguro que no. Parece quizá algo tonto querer buscar
cobijo en sitios tan abstrusos y accidentados habiendo a mano eurocopas, porno,
Nadal, etcétera. Pero a ello respondo precisamente con la última frase del
libro que ha vuelto a salvarme (Parte V, proposición 42, escolio): Sed
omnia praeclara tam difficilia quam rara sunt. Que todo lo excelente es tan difícil como
raro. Gracias, Baruch.
3 comentarios:
Lo apunto como prioritatio en mi lista!
He entrado de casualidad leyendo algo sobre Goerges de la Tour... y me quedo. Mágníco blog al que me suscribo desde ahora mismo. Enhorabuena a tí, y a mí por encontrar este rincón.
He traspapelado letras. Disculpas.
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