Pero si hablamos de testigos oculares no podemos olvidarnos del más importante de todos, aquel que vigila agazapado en las esquinas, aquel con poder para observar cuanto sucede en el universo, por venial que sea, desde el otro lado de las estrellas. Aunque creas estar a solas con tu aburrimiento, aunque ocultes en un bolsillo el caramelo que encerraste en el puño cuando el dependiente miraba hacia otro lado, aunque inclines tu hombro sobre la consola a la hora de teclear el cajero automático, Dios estará mirándote. Eso le repetía su padre, rabino, a Judah Rosenthal. Hablo, naturalmente, del protagonista de Delitos y faltas, la película con sabor a naranjas sin madurar que Woody Allen dirigió en 1989 y que Teresa y yo nos despachamos anoche en nuestro ciclo dedicado a este otro miembro imprescindible de la tribu de Ernst Weiss y la diáspora.
Muchos la comparan con Match point, su último éxito londinense, pero yo encuentro que las diferencias entre ambas cintas no resultan menos significativas que sus similitudes. En una y otra comparecen el remordimiento, por supuesto, los tortuosos vericuetos del amor que conducen de la pasión al asco, la sorpresa y el vértigo ante las bifurcaciones del azar; pero mientras Match point centra su atención en los descarríos de la mala y la buena suerte, Delitos nos plantea un indigesto dilema existencial: si es posible vivir en un mundo en que Dios, y por extensión suya los principios morales, no tienen lugar. Se trata seguramente, por debajo de su pátina de guasa y de ciertos sesgos irónicos, de la obra más pesimista de Allen: el malhechor no sufre castigo, la chica inteligente siempre se decanta por el tonto de la clase, toda filosofía coherente conduce al suicidio.
Iván Karamázov profiere en cierto capítulo de la novela de Dostoievski una frase que Sartre repite por megafonía: si Dios no existe, todo está permitido. La cinta de Allen nos abandona en un planeta en que la única responsabilidad de nuestros actos radica en los valores privados, en el sentido más mostrenco del deber, sin recurso a multas o recompensas. No existen cielo o infierno, el destino no escribe sobre papel pautado. Mi madre suele citar un lema que oía en un serial radiofónico en esos tiempos en que todavía vestía falda a cuadros: el criminal nunca gana. Por desgracia, basta encender el televisor a la hora del telediario para refutarlo.
Si Dios observa desde las alturas le vendría bien visitar a Alain Afflelou, por eso de los dos pares de gafas.
1 comentario:
¡Bienvenido a la blogosfera, hermano! ¿Para cuándo un artículo sobre el nuevo proyecto zapateril que pretende que los funcionarios trabajen una buena proporción de la jornada laboral desde casa? ¿Qué pensarán los mileuristas de esto? En sintonía con tu repaso de la intelectualidad literaria judía, ¿no hubiera mermado una iniciativa como ésta la oscura y retorcida creatividad del gris Kafka? El testigo ocular funcionario quizá puede ofrecer un interesante punto de vista sobre esto (je, je).
Un abrazo, tío.
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