Ya sé que esta postura no goza de muy buena prensa hoy en día, con la que se lía un día sí y otro también en la Explanada de las Mezquitas, pero después de releer lo que he escrito sobre Allen y Weiss y de acordarme de otros tantos de sus correligionarios no puedo evitar un silbido de admiración sincera ante todo lo que nuestra cultura debe a los hijos de Israel. Me pregunto qué hubiera sido de Occidente sin la Menorá y el cuchillo sobre la garganta de Jacob, a pesar de la insistencia cerril del Partido Popular Europeo en que, según proclaman en sus estatutos, “la civilización de nuestro continente posee raíces netamente cristianas”. Supongo que se referirán a que Jesús de Nazaret también fue judío.
Imaginemos un mundo que no hubiera contado con sinagogas, sin progromos cuyas hogueras iluminaran las ciudades europeas durante las noches caliginosas de la Edad Media, que no guardara lugar para las bombonas de Zyklon B ni los párrafos acorralados de Ana Frank. Es lo que ha supuesto Robert Silverberg en la última novela de la que acabo de salir, la dilatada Roma Eterna. En ella Silverberg, conocido por sus incursiones pasadas con mayor y menor fortuna en los predios de la ciencia ficción, irrumpe en el género menor de la ucronía; es decir: diseña una realidad alternativa en que ciertos acontecimientos históricos no tuvieron lugar o lo hicieron siguiendo trayectos alternativos. Silverberg opta por escamotear del pasado el Éxodo que liberó al pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto; de tal modo, jamás se elevó un templo en Jerusalén, Cristo no predicó, no hubo rebelión contra Roma, no existió dispersión del pueblo elegido por los guetos de la Tierra.
Esta amputación entraña una consecuencia principal: al no verse amenazado por la erosión de una religión monoteísta, el poder de Roma y sus dioses se mantiene intacto a lo largo de veintisiete siglos de decadencia, hasta el día de hoy. El retrato de Silverberg, a través de once narraciones tenuemente ligadas entre sí que retratan otros tantos momentos de la evolución política, social, ideológica de este dinosaurio imaginario, posee una consistencia de alucinación, de sueño de paredes espesas: sus personajes conviven, aman, temen y hacen la guerra sobre el trasfondo de un crepúsculo inacabable, miembros de una estructura cultural demasiado ingente como para moverse con facilidad, células de un organismo anquilosado y perennemente enfermo para el que el porvenir se reduce a una repetición monocorde de lo que ya sucedió.
La fábula que acabo de glosar parece sugerir que debemos al judaísmo y a su preferencia por los dioses egoístas el impulso de progreso que hace avanzar a las civilizaciones y su empeño por alcanzar un mundo superior donde las deficiencias, morales y vitales, de este en que vivimos se vean superadas. Nietzsche y otros de su cofradía mantenían una opinión diferente: el monótono-teísmo (la expresión es suya) ha colocado todas las esperanzas de la humanidad en un más allá incierto que sólo rozan el incienso y la mística, haciéndonos despreciar el que queda mucho más cerca, a la distancia del otro lado del porche de casa; la solución que propone es el regreso al paganismo, a la hermandad con los ríos, las selvas y los cuerpos que niegan los misales: por eso, para ser un hombre auténtico, hay que convertirse en anticristo. Ricardo Reis, uno de los habitantes de Fernando Pessoa, lo expresó en unos versos que se mecen como las espigas bajo la brisa de verano:
“Não a Ti, Cristo, odeio ou te não quero
Do que eles, mas mais novo apenas.
Odeio-os sim, e a esses com calma aborreço,
Deus triste, preciso talvez porque nenhum havia
Como tu, um a mais no Panteão e no culto,
Porque para tudo havia deuses, menos tu.
Cura tu, idólatra exclusivo de Cristo, que a vida
É múltipla e todos os dias são diferentes dos outros,
1 comentario:
Ese hombre auténtico al que te refieres cambiará según la idolatría que tenga que confrontar -- que las hay de todos tipos.
Ver mi Libro abierto.
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