domingo, 11 de marzo de 2007

Ver pero no tocar



En cuanto al título de esta bitácora, aparte de mi tendencia confesa a ejercer de voyeur allá a donde puedo asomar el ojo (cabinas de autobús, veladores de cafeterías, la puerta entreabierta del vecino de rellano cuando vuelve de la compra, también, sí), es un homenaje a la clarividente novela de Ernst Weiss. Comencemos a hacer proselitismo: como Kafka, como Perutz, como Zweig, Weiss reunía dos facilidades de peso para ejercer el cosmopolitismo: era centroeuropeo y era judío. Vivió en el convulso continente de entreguerras y conoció una fugaz fama como autor de novelitas sentimentales que pronto apagaron la enfermedad y la contumaz sordera de los editores hacia sus obras. Aunque era prácticamente desconocido en España hasta hace unos años, Siruela y Minúscula están encargándose de rescatarlo de la papelera; entre aquellos de sus títulos que podemos encontrar en las librerías de este lado de la península se cuentan Jarmila o El pobre derrochador.

Y también, por supuesto, El testigo ocular (Der Augenzeuge), una novela de 1938 que no pudo ver la luz hasta 1963 y que Weiss presentó a varios concursos (como el American Guild for German Cultural Freedom) sin resultados apreciables. El motivo de tan larga demora radica en su temática: narra la historia de un médico acomplejado por su incapacidad ante la vida, impotente para tomar decisiones, reducido a espectador de sí mismo y de sus congéneres que en cierto momento decide catastróficamente intervenir en la historia de la humanidad. ¿Cómo? Curando la ceguera histérica de un cabo del ejército alemán herido durante la Primera Guerra Mundial al que lacónicamente se cita como H. Para conseguirlo, el protagonista debe recurrir a la hipnosis: y así convierte a H. en un visionario, en un fascinador, en un encantador de serpientes que logra arrebatar a las masas con el solo timbre de su voz y el magnetismo de su mirada. El testigo ocular al que hace referencia el título es el propio protagonista, frío y neutral observador de cuanto sucede a su alrededor, cronista de la descomposición de los antiguos valores y del ascenso imparable de la barbarie que traerá consigo el nazismo. Sólo al cabo, abrumado por la monstruosidad que ha contribuido a crear, decidirá dejar atrás su quietismo y precipitarse en la acción alistándose a las filas republicanas en la Guerra de España. Pero el título también puede referirse a algo más; el crítico alemán Hermann Kesten opina que Weiss pudo querer acusar al propio pueblo alemán, que se limitó a presenciar el auge del horror sin intervenir, sin ponerle cerrojos ni alambres: “También éste fue testigo ocular, más aún, fue el auténtico testigo ocular”.

Amo las novelas centroeuropeas porque en ellas los personajes miran sin tocar, porque son seres derrotados de antemano, para los que los actos no poseen ningún valor, que prefieren la pereza del opiómano a la histeria de los emprendedores: criaturas letárgicas, que funcionan a velocidad retardada, que no encuentran ningún motivo perentorio por el que abandonar la comodidad de la butaca. Se me ocurre que este tipo de caracteres, que abundan sobre todo en la literatura de la Mitteleuropa del primer siglo XX, son hijos de aquel farragoso Imperio Austro-Húngaro, de aquel monstruo aquejado de elefantiasis que apenas podía desplazarse por la cacharrería de los mapas antiguos sin derribar fronteras a su paso. Como el viejo imperio, como el viejo Francisco José que le servía de enseña, los protagonistas de estas novelas consideran que el estatismo es preferible a cualquier gesto brusco y que la vida consiste en una larga tarde de domingo en que esperar la llegada del crepúsculo. Y así, me acuerdo de aquel ser anónimo que aguarda sin esperanza a la entrada del tribunal en la fábula de Kafka; del barón Trotta que se deja morir mustiamente frente a las escalinatas del palacio imperial en La marcha Radetzky, de Joseph Roth; del Virgilio de Hermann Broch, que repasa su vida sin moverse del lecho, en el precipicio de la muerte; del título capital de Musil, que habla de un hombre sin atributos, sin voluntad, sin ganas de hacer nada. Soy heredero de todos ellos: también un mero testigo ocular.

En fin, como canta mi venerado Giorgio Gaber en Polli d’allevamento:

Io non tocco niente, non tocco gli animali, le piante,
le maniglie delle porte, figuriamoci la gente...
Io guardo molto, guardo tutto ma non tocco mai!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Enhorabuena por tu blog. Se le dese una larga existencia.

Este post hace reflexionar, ¿no estaremos observando la impertinente (des)fachatez que anima la voz y gestos del mayor partido político de derechas? Aunque la causa creo que sería otra. La incredulidad. Aquí, el peso del Imperio, precisamente, no creo que lo sienta el testigo ocular. Aquí, el testigo ocular, se enfrenta al absurdo y al sinsentido (mejor no toco, toque lo que toque, saltan)