Cuando uno convive con un bebé de tres meses, la lectura se vuelve un ejercicio fragmentario y lleno de baches, como las frases de un tartamudo. Rápidamente comprendemos que la novela río, la saga familiar o el ensayo de largo aliento son terreno vedado, y que las breves islas de tiempo de que disponemos, algunas a horas disparatadas del mediodía o la noche, deben ser aprovechadas con productos de formato distinto. Para colmar esos resquicios con la mayor cantidad de literatura posible, yo suelo tomarla concentrada en pastillas, como si me metiera chutes de vitamina B o me inyectara insulina. Frases cortas, párrafos en ocasiones, entradas de diario, aforismos, cuentos del tamaño de un bostezo, esa forma del exhibicionismo tan de moda en los últimos tiempos y que ahora llaman microrrelatos (Monterroso, que llevaba toda la vida preparando la llegada del género, le dio nombre de pantalón, short-short).
Con el hábito he ido acumulando una especie de almacén de este tipo de lecturas, hacia el que me arrojo en cuanto un hueco me ofrece la ocasión propicia. Me agradó encontrar, por sintonía, un artículo de Savater en El País de hace pocos días en que se definía como gran catador de aforismos y en el que ofrecía algunos de los bocados a los que es más adicto: aparecieron por allí nombres que yo no conocía y otros que sí, como el de Andrés Neuman, y una serie de aperitivos realmente suculentos. El de Carlos Marzal, en un libro titulado Electrones, es caviar puro: “A nadie le resultan demasiado graves sus defectos, en especial el de no considerar sus defectos demasiado graves”. El aviso de Neuman, tampoco desmerece: “No confundir la moral con quienes la defienden” (para interesados, recordar que el autor ejerce como francotirador en el suplemento cultural de ABC con una sección titulada Barbarismos).
Mi botiquín se compone sobre todo de Lichtenberg, a quien conocí por primera vez hace más de doce años, mientras mi tío reformaba su despacho y encontraba que le sobraban una pila de libros los más afortunados de los cuales fueron a dar a mis manos (“Las iglesias siguen necesitando pararrayos”): entre ellos se hallaba una edición amputada y menesterosa de sus apuntes editada por Fondo de Cultura Económica y que en su momento corregí con la de Edhasa, fácilmente accesible al profano y muy recomendable. Además, cuento con Joseph Joubert, en una linda versión, lamentablemente exigua, también de Edhasa y anotada e introducida por Carlos Pujol (“Todo es juego, salvo lo que hace al alma mejor o peor”). Y cómo no, Canetti, en la recopilación monumental de sus Aufzeichnungen preparada por Juan José del Solar para Círculo de Lectores (“Ahorcar tiene ahora toda la delicadeza de pescar con caña”). El resto son quizá más predecibles: Pascal, el Diccionario de Bierce. A todos ellos se añade, desde hace cosa de un par de meses, el demoledor Diario de Jules Renard.
Renard era un tipo antipático, huraño, al que le gustaba que le lamieran los oídos, que necesitaba del aplauso del prójimo aunque ni siquiera pudiera compartir ascensor con él. Su Diario está plagado de reflexiones lúcidas, desesperadas, esperpénticas, con ese tipo de mala leche que sólo otorga la más extrema clarividencia, y es, creo yo, toda una carrera de antropología (por no hablar de literatura y filosofía) comprimida en apenas doscientas páginas. Aún no he terminado de recorrer completa la selección que Joseph Massot e Ignacio Vidal-Folch han agavillado para Debolsillo, y ya me inquieta la sola idea de quedarme sin frases que mordisquear entre horas, cuando entra ese hambre de cosas pequeñas de cada mediodía (probable solución será adquirir la edición completa de La Pléiade después de la inevitable lesión en el bolsillo). Las delicadezas de Renard son infinitas y me resisto a un solo ejemplo: “Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí, la desgracia de mi vida”. “He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas”. “Las personas felices no tienen talento”. “No basta con ser feliz: además es necesario que los demás no lo sean”.
Contraindicaciones y riesgos del medicamento: después de leer muchos aforismos, uno se siente invitado a ser breve y perpetra dos o tres fórmulas presuntamente ingeniosas en el envés de un recibo. Por suerte, Teresa arrambla con todo papel que encuentra sobre el mantel del salón.
5 comentarios:
Venga, venga, que me ha dicho un pajarito que también has encontrado tiempo para lecturas más extensas :-)
Un abrazo y tomo nota de los libros que citas para comenzar mi medicación,
Félix
www.felixjpalma.es
Comparto tu afición por lo breve. Tengo una libreta llena de aforismos, de frases que sin saber por qué, me han tocado.
La mejor, la que repito en voz alta cuando estoy triste o veo la vida desenfocada, la leí hace años y nunca me separo de ella:
"Por el lomo de la alta pared del huerto, coronada con cascotes de botella, venía andando esta tarde,un gatito sin cortarse"
Es tan simple, tan visual, tan relajante...
Es de un texto de Sanchez Ferlosio.Te la paso por si te hace falta, que con un bebé de tres meses en casa, yo diría que sí.Por lo de relajarse, digo.
Hermosa frase, elpasadoquemeespera. Yo también soy coleccionista de frases perfectas. Hace tiempo que tengo esta de Agustín Cerezales en mi cofre: "Las galletas estaban riquísimas, y las mordisqueaba con abstraida delicia. Siendo iguales la primera y la última, no tenían el mismo sabor, o no producían la misma sensación: ¿era eso el tiempo?" Si quieres nos las intercambiamos.
Gracias por el vínculo en tu blog,
Félix
www.felixjpalma.es
Ostras, qué buena!...pues ya mismo me quedo con ella si me la dejas. Estoy pensando que para estas tardes de otoño y sobretodo ahora que pronto cambiaran la hora, me va a ir de perillas.
Queridos: visto el interés que despiertan las frases breves, podríamos hacer una nanoantología. Reservo las de ambos dos, a las que ya iremos sumando otras. Veremos si existen más cibernautas que se sumen al cotarro.
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