viernes, 19 de junio de 2009
Para la inmensa minoría
Worstsellers. Con motivo de la Feria del Libro de Madrid, recibí por parte de una pequeña editorial que conozco de lejos la invitación a una charla coloquio sobre un tema que no dejaréis, creo, de considerar apasionante. Como no pude asistir a dicho evento, no me privo de consignar aquí las incertidumbres y perplejidades que dicho asunto me provoca y que probablemente, de haber contado con una agenda más saneada, habría puesto en común en Madrid. La charla coloquio versaba sobre los worstsellers. Es decir, sobre aquellos libros que, a pesar de su contrastada calidad (sic en la convocatoria), han vendido un tan irrisorio número de ejemplares que su autor se niega incluso a consignarlo. Como mucho me temo que el número de worstsellers superará al de los bestsellers entre quienes me atienden (yo también pertenezco modestamente al gremio), procedo a espigar una serie de reflexiones sobre tan dolosa categoría.
En buena compañía. Aparentemente, la dificultad de construir un worstseller no parece equiparable a la que implica su hermano mayor, ese que acapara las estanterías de novedades. Para vender a nivel masivo se necesita sentido de la oportunidad, olfato, campañas de publicidad con muchas bombillas; para no vender bastan la mediocridad y la mala suerte. Sin embargo, permanece el misterio de cómo y por qué libros que la posteridad ha contemplado como obras egregias o al menos dignas de cierto interés recibieron una acogida gélida en el momento de su parto. Los ejemplos, supongo, pueden multiplicarse, pero a bote pronto me acuerdo de dos. El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, un título que no dudo en calificar como tabique maestro de la historia del pensamiento, vendió apenas el número necesario para pagar la impresión; y Eureka, ese extraño híbrido de ensayo, elucubración y poema cósmico en que Edgar Allan Poe desentrañaba el origen del universo, apenas sirvió al editor para envolver empanadas.
Cantidad y calidad. Existe una obviedad que conocen muchos amantes, y es que calidad y cantidad no siempre van de la mano. Un libro que vende no aumenta necesariamente su valor por ello, ni lo disminuye porque se quede en la caja; el axioma opuesto, al que nos ha habituado el masoquismo romántico, resulta igual de falaz: ni vender significa porquería de consumo rápido, ni calidad va acompañada de ausencia de lectores. Este último sofisma, en particular, vicia el trabajo de muchos de nuestros autores. Por todas partes pululan artistas puros con el corazón de marfil que proclaman escribir para sí mismos y que escupirían sobre su plato antes que rebajarse a convertirse en superventas: lo que ellos persiguen es acceder a un número limitado de conocedores, de olfatos exquisitos que sepan apreciar de veras la valía de sus ingredientes. Nada de hamburguesas ni filete ruso: lo que aquí se cuece son las recetas secretas de El Bulli. Por eso ser bestseller alegra el bolsillo y la autoestima; pero el worstseller te convierte automáticamente en artista: porque tú escribes para la inmortalidad, no para tus cuatro bisoños contemporáneos.
Para la pequeña mayoría. A mí, personalmente, esta vocación de worstseller me resulta sencillamente una falta de responsabilidad. Un escritor que trabaja, y además lo reconoce, para que nadie le lea es como el carpintero que persigue que, al sentarse en la silla que ha fabricado, su cliente se parta la crisma. Lo de que se afana para los lectores futuros tampoco me vale. No me vale oír: mire usted, la silla puede resultarle incómoda, pero es que yo la he diseñado teniendo en cuenta la anatomía de nuestro directo descendiente biológico, cuya rabadilla, dentro de dos mil millones de años, la encontrará de lo más mullida. Escritor sin lector es un contrasentido, como emisor sin receptor, como una tijera para un palmípedo. Uno redacta sus historias con el fin de conmover, de aleccionar, de distraer, de que le inviten a una copa, de que le inviten a una cama: el lector es el referente último de las frases solitarias que se encadenan en el estómago del ordenador o la hoja en blanco, y un escritor con sentido de la profesionalidad tendrá sus necesidades en cuenta y sabrá darle lo que exige. Por supuesto, cuenta con libertad para emplear los materiales a su antojo, introducir innovaciones, aprovecharse de la herencia de sus antecesores con el fin de improvisar nuevas formas sobre ella; pero para lograrlo, antes ha de saber escribir. Es fácil alegar que nuestras novelas no se leen porque nadie nos entiende, ni siquiera mamá. Personalmente, prefiero que me entiendan las personas que tengo a mi alrededor, cuyos abrazos, caricias o improperios suelen afectarme; las de quienes no han nacido todavía me resultan inofensivas.
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2 comentarios:
Más razón que un santo... y si se me permite la digresión, creo que este fenómeno (que entronca con la llamada "obra de culto") es perfectamente extrapolable al mundo discográfico. Que no me venga ningún artista que preferiría que su obra llegase al menor número de personas posible, o que abjura del éxito. Me huele a fraude.
En cuanto a linros que no se vendieron y que ahora son clásicos, ¿qué me dices de la poesía de William Blake? Hace doscientos años era un zumbado que tenía visiones y hablaba con los muertos. Hoy día es la puerta al Romanticismo, a la mentalidad Moderna y un auténtico visionario... que me lo expliquen.
Usted exhuda un machismo francamente intolerable. Cómo se ve que es un español desvergonzado, ni siquiera un atributo digno le puede encontrar a una mujer. Por cierto que su escritura, como lo presiento según su blog, debe dejar mucho que desear. Llamar a Hipatia "perra de Alejandría". Válgame Dios, que Ud. pertenece a una sociedad decadente, y su escritura debe ser tan meritoria como su blog.
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