Berlín. A menudo la gente me pregunta de dónde procede este inveterado amor mío por esa ciudad llena de hormigón mal digerido, edificios de cristal y recuerdos que saben a pomelo. Y no sabría contestar muy bien, porque parece que las ciudades, los libros, los signos nos escogen y nos convierten en sus mascotas antes de que nosotros nos decantemos por ellos. Ni siquiera puedo determinar con exactitud cuándo sentí la llamada de Berlín por vez primera, aunque lo cierto es que llevo oyendo su canto de sirena desde hace muchos, demasiados años. Tanto la amaba que me resistía a viajar hasta allí. Porque sucede que cuando la imaginación ha trabajado demasiado un objeto, cuando lo ha pulido, y barnizado, y revisado sus aristas y sus huecos hasta el último milímetro, la colisión con la realidad puede resultar demasiado severa. A saber: el Londres de Heathrow Airport no es el de la niebla victoriana, ni el de Chesterton, ni el de Stevenson; el París de Cortázar sencillamente no existe, salvo tal vez en las fotos de Robert Doisneau; y sobre el Manhattan de Woody Allen mejor pasar de puntillas. En mi interior Berlín crecía, acera a acera, parque a parque, y se iba llenando de viejas universidades neoclásicas, avenidas sobre cuyos tilos se convertía en oro el aire del atardecer, mujeres con anorak, hogueras donde ardían bibliotecas, murallas de cemento, minaretes de metal; el terror casi me paraliza cuando por fin puse el pie en el aeropuerto de Tegel y me enfrenté alo que queda más allá de las fronteras de la fantasía. Entonces supe que no me había equivocado: Berlín me recibió con todo su caudal de símbolos y le añadió unos cuantos más (la Currywurst, el Zoo, el mercadillo de los domingos frente al Pergamonmuseum, la Kastanienallée y más). Me abordó y me sigue abordando un pensamiento que he puesto en palabras alguna vez: no sé qué hace la gente fuera de Berlín.
Criaturas mitológicas. Esta semana he seguido con una distraída complacencia la miríada de imágenes que desde nuestros televisores conmemoraba el derrumbe del muro. He visto lo del dominó, claro, y la enésima repetición de las escenas con martillos y mazas en que el comunismo europeo queda reducido a un montón de escombros. Me ha interesado sobre todo un reportaje que emitieron el martes en la segunda cadena pública y donde se entrevista a personajes a los que ya se interrogó veinte años atrás sobre el significado de la demolición y lo que esperaban de un futuro sin tapias. La mayoría de ellos habían pasado de idealistas barbudos o artistas con abrigo de espigas a padres de familia tripones y quizá aburridos: me dio la impresión de que añoraban aquel sistema tiránico contra el que podían rebelarse, al que podían odiar y que amueblaba, aun en negativo, los ángulos desocupados de sus vidas. Antes, los berlineses del este eran criaturas mitológicas, sirenas, unicornios; ahora son vulgares contribuyentes igual que aquellos que los miraban pasear desde el otro lado de la verja del corral.
Una de ellos. Con todo esto me he acordado, naturalmente, de la única sirena que he tenido ocasión de conocer en persona y con la que incluso he podido conversar. Se llama Jana Simon, tiene los ojos verdes y el cabello negro, y es una de las mujeres más deliciosas, inteligentes, bellas y perturbadoras que he se me ha puesto delante. Se dedica también a la literatura, este oficio de acomplejados. Me enamoré de ella (cómo no) durante un congreso de jóvenes escritores europeos que nos reunió en un pueblecito de los Apeninos, hará ya la friolera de un lustro. No está traducida al castellano; lo que he leído de ella en versiones italianas relata precisamente, con mucha ironía y acaso nostalgia, la vida en aquella república artificial de siderúrgicas y palacios de ópera y su brutal contraste con la realidad que la amenazaba desde el otro lado de una valla. Frente a un mirador que nos mostraba en todo su esplendor los verdes valles de la Emilia, le pregunté qué edad tenía ella cuando cayó el muro (dieciocho) y qué recuerdos guardaba de su derrumbe: me dijo que fue una época maravillosa, la época de las esperanzas, parecida a la madrugada de un niño que aguarda la llegada de los Reyes Magos. No inquirí qué le habían traído a ella; no sé si en casa guardará una cajita llena de oro, de incienso o de mirra. O de carbón.
El fin del mundo. Evocar el muro, evocar la caída del muro, me ha despertado también otras asociaciones. Como la de David Bowie contando en un documental cómo grabó Heroes en Berlín, en un estudio desde cuya ventana se veía el este de la ciudad, y cómo esas calles con el aire gris de una posguerra sin aclarar le prestaban impulso para gritar con mayor brío el famoso estribillo. Hasta ese mismo estudio, animado por aquellos mismos sentimientos de melancolía o miedo, se desplazó también Lou Reed para grabar el disco más turbio de su carrera; naturalmente, Berlin: In Berlin, by the wall, / at a small café, / can you hear the guitar play? / It was very nice. No sé si Berlín será el centro del mundo (para mí lo es, y pasaría confortablemente lo que me queda de vida estudiando a los clásicos en la Alexander von Humboldt, alimentándome de salchichas y visitando tiendas de segunda mano bajo un frío que endurece los dedos), pero lo que sí parece es su final. Hay un curioso cuento de Bioy Casares cuyo título no puedo citar porque no tengo el libro a mano en que el protagonista visita el este durante una breve excursión en autobús (entonces se estilaban aquellos safaris políticos). Se pierde; se interna en callejones que desconoce, el ambiente tétrico le espanta; en casa de un individuo que le ofrece cobijo, halla una puerta; esa puerta, al ser atravesada, conduce a un lugar imposible de otra parte de la ciudad; el protagonista comprende que ha topado con un bucle, un límite, una especie de falla en la topografía del espacio y el tiempo que le revela que el universo también tiene fronteras. Hay muros mucho más abstractos que los que se fabrican con hormigón.
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