En el principio era la letra. A veces me preguntan qué influencia tienen mis experiencias personales en lo que escribo, y yo, sincerándome, respondo que poca o ninguna: mis libros suelen proceder de otros libros. Quiero decir: que lo que escribo viene motivado no por algo que me ha sucedido al subir al autobús, o al hablar con el camarero del bar en que desayuno, o cuando mi hijo me hace recoger la pelota de debajo del aparador, sino por algo que he leído. Es como si un libro previo desovara dentro de mí y generara un libro nuevo: como si los libros se reprodujeran y crearan otros libros sirviéndose del conducto de mi imaginación. Obviamente, esta declaración exige sus matices. Por mucho que yo pretenda lo contrario o no le conceda importancia, las vivencias están ahí y el autobús, el camarero y la pelota de mi hijo pasan a formar parte tan inconsciente como imprescindible de la literatura que hago; sólo que eso sucede en forma de trasfondo, como material de acarreo: la arquitectura y los cimientos, o la escena principal, siempre provienen de un libro. Hace un par de posts cité, mal, a Valéry diciendo que el mundo existe para convertirse en un libro; ahora podemos parafrasear ese aforismo, que en realidad es de Mallarmé, y agregar que el mundo también procede de un libro. La cábala hebrea sugiere que el entero universo es un texto compuesto por la infinita destreza de Dios sirviéndose de los veintiocho caracteres del alfabeto hebreo; para el Islam, el Corán, o Libro de la Revelación, es un atributo esencial de Alá como Su Sabiduría o Su Omnipotencia: es decir, que el Corán existía antes de que el mundo fuese creado y lo sobrevivirá cuando le llegue la aniquilación. In principio littera erat.
Irrealismo. Aquí me coloco de golpe en medio del denodado debate entre quienes discuten si la literatura debe escribirse frente a la ventana o frente a la chimenea; si ha de inspirarse en la vida misma, y elucidar sus misterios, o volverle la espalda e idear una realidad alternativa; si ha de repetir aburridamente lo que ya sabemos (el autobús, el camarero y la pelota) o añadir cosas, personajes, situaciones nuevas; si ha de ser, en fin, La comedia humana o Las mil y una noches. Supongo que a mí se me ve el plumero desde lejos y que no necesito posicionarme de modo expreso. Aun así, lo hago: me jacto de practicar una vertiente de la literatura que, a falta de mejor etiqueta, califico de irrealismo. Me gustan los libros cuanto más alto vuelen, cuanto más inventen y más difícil resulte reconocer el mundo que se entreteje por debajo de sus párrafos: adoro las aventuras en países exóticos, las biografías de hombres muertos, las especulaciones más abstractas, el ilusionismo, la mentira, las nubes, los astros. Concedo a la literatura el poder de hechizar: el libro que amo ha de transportarme, tanto en el sentido que daría a ese verbo un conductor de Tussam como una estrofa de Santa Teresa; el libro ha de ser una ratonera por donde huir del punto exacto del espacio y el tiempo al que el azar nos ha encadenado, debe despertar una corriente que, procedente de otros cerebros y otros corazones, electrocute los nuestros; el libro ha de ser, como el mapa y la enciclopedia, un mundo en miniatura. En pastillita, in a nutshell, que diría el príncipe de Dinamarca. Por eso me encanta la última obra de Juan Jacinto Muñoz Rengel.
Ciencias arcanas. Esta tarde, el también escritor y no por ello menos amigo Félix J. Palma presenta en la Delegación del Principado de Asturias en Madrid (Glorieta Ruiz Jiménez, 1) De mecánica y alquimia (Salto de Página), un florilegio de narraciones que cuenta con todos los ingredientes que exijo a la literatura tal y como los he reseñado más arriba y que hará las delicias de almas de mis mismas dimensiones, o con los balcones orientados en la misma dirección. Perteneciente al linaje de Borges, y de Joan Perucho, y de Pablo de Santis, y de Ángel Olgoso, y de Pilar Pedraza, la familia a la que a mí me gustaría pertenecer, Muñoz Rengel descree jubilosamente de ese antiguo prejuicio según el cual el escritor ha de dedicarse a retratar cual objetivo fotográfico la realidad que le circunda, y a limitarse, por tanto, a grabar conversaciones de cafetería y referir chismes. Sus relatos transcurren en la Toledo mahometana del siglo XII, en la Praga de Tycho Brahe, en abadías medievales y el Londres del steampunk: lugares o épocas aprendidos en los libros, que son puertas y pasillos, y que nos pueden conducir a lugares insólitos con sólo abrir las tapas. El título de la recopilación no es baladí. MR nos propone tratar sobre mecánica: sobre cómo colocar las piezas, los resortes, las clavijas y las tuercas de una historia bien montada para que realice su tarea tal y como debe: capturar al lector, cobijarle bajo sus frases durante cierto tramo del recorrido y abandonarlo de nuevo a la lluvia no sin antes dejarle con una sensación de prodigio y gratitud en los labios. Pero MR trata también de alquimia: de qué jugos, y hierbas, y piedras extrañas pueden ayudarnos a reciclar nuestro mundo de todos los días y convertirlo en algo distinto de lo que es, o a descubrir la cara que permanece oculta bajo su aparente color de humo. En este sentido, cada cuento de MR es, como confiesa abiertamente el título de uno de ellos, una lapis philosophorum.
Pasaos por allí. Amigos, aprovechad quienes os halléis en Madrid y no estéis atados por compromisos de sangre, papel o rejas para daros una vuelta por la Delegación del Principado a las 20:00 horas y escuchar a un amigo de las letras que vuelan. Si os dejáis es posible que os lleve au-delà les nuages, a la mismísima Luna, como hizo el hipogrifo con el bueno de Astolfo.
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