domingo, 6 de diciembre de 2009

Con la música a otro mundo




De todo un poco. Muchos son los temas que podría abordar el Testigo Ocular a la hora de rellenar su post de la semana, pero si las cuestiones sobre las que escribir se reproducen con la misma facilidad que los virus en febrero, no sucede lo mismo con el tiempo apropiado para tratar cada una de ellas por separado y con la importancia que merece. Así, podría disertar sobre la Feria del Libro Antiguo de Sevilla, la única feria en la que de veras merece la pena perderse, y de los títulos, siempre estrambóticos y apasionantes, con que este año me he hecho; podría confesaros a qué voy a dedicar parte del dinero que he recibido por mi último premio (lo creáis o no, voy a cumplir un sueño de infancia: comprarme un Halcón Milenario de 75 centímetros de eslora); podría hablaros del insigne Tomasito y de su último, desarmante elepé, Y de lo mío, ¿qué?, que contiene una versión imprescindible del Back in black de AC/DC y al que esta semana Babelia dedica toda una página a cuatro columnas, como si fuera alguien serio. Pero no: finalmente me he decantado por un obituario. Al fin y al cabo, morirse es un acontecimiento importante en la vida de todos: no caben ensayos previos.


Música, maestro. El fallecido es uno de los musicólogos más importantes de las últimas décadas, al menos en relación con el período, o uno de los períodos, que más me interesa: el clasicismo vienés de la segunda mitad del XVIII. Hablo del norteamericano Howard Chandler Robbins-Landon, que dejó de vivir hará cosa de unos días en su castillo de Foncussières. Leyendo por encima su biografía, uno advierte que se trataba de esos tipos escépticos, despreocupados, elegantes y cultísimos en que el mundo anglosajón fue tan pródigo en el siglo pasado, y a cuyo grupo fantaseo perpetuamente con pertenecer cada vez que echo un vistazo (otro vistazo, nunca el último) a Brideshead revisited (la serie de Granada, claro, no la película). El elenco podría contar entre sus miembros, por ejemplo, con el propio Evelyn Waugh, Robert Graves, Cyril Connolly, Patrick Leigh Fermor, y otros exquisitos poetas diletantes de la literatura clásica y la homosexualidad prerrafaelista. Después de una desastrosa carrera como pianista, Robbins-Landon decidió dedicarse a los estudios musicológicos; para ello tomó como objetivo un compositor maltrecho y prácticamente anónimo en sus días, Franz Joseph Haydn. De él se tenía por entonces la vaga noción de que había patentado la sinfonía en su esquema estándar (cuatro movimientos, forma sonata, etc.), así como el cuarteto de cuerda, pero su obra carecía de un catálogo solvente y ordenado que permitiera ubicar cada partitura y establecer sus vínculos orgánicos con el resto. Robbins-Landon consagró su vida a poner orden en aquel guirigay: le cabe el honor, junto a Anthony van Hoboken (que da nombre al actual catálogo Haydn) de haber vuelto del revés, sacado el polvo y depositado en sus correspondientes estanterías toda la producción del compositor (que no es poco: hablamos de casi mil números de censo). Por lo demás, y a pesar de que acabamos de concluir el año Haydn, las grabaciones del maestro siguen igual de maltratadas (honrosas excepciones: la Haydn Edition de Brilliant a la que ya dedicamos un post en su día), pero esa es otra historia.

Nuestro santo patrón. Concluidas sus obligaciones con Haydn, Robbins-Landon (en adelante, RL) pasó a sus devociones: a Mozart. Los amantes de Mozart somos una especie de tribu secular cuyos integrantes nos reconocemos de lejos y que solemos hacernos signos secretos para destacarnos entre la multitud. Desde que leí el primero de los libros de RL, yo supe que él pertenecía a mi clan (como tantos otros: Alfred Einstein, Woody Allen, Schopenhauer). Los trabajos que dedicó a Mozart se encuentran entre lo más recomendable que puede consultar cualquiera que desee hacer luz sobre la vida o la labor del compositor, tanto para el aficionado como para el especialista: amenos, directos, sin renunciar tanto a la profundidad como al entretenimiento, consiguen reconstruir al hombre de carne y hueso y aquilatar en su justa medida la importancia de sus aportaciones al universo de la evolución musical. El más conocido de sus títulos al respecto es 1791. El último año de Mozart (Siruela, 1995), que retrata los meses finales del salzburgués y el montón de maravillas de que fue teatro (el concierto para clarinete en la, la Sinfonía Júpiter, La Flauta Mágica, etc.), y convertido por los azares del mercado en misterioso best-seller. Por la misma senda transita Mozart: los años dorados (Destino, 1991), donde se describe la década prodigiosa de 1780-1790, generosa en obras maestras (desde la trilogía con Da Ponte hasta los monumentales conciertos para piano, los cuartetos dedicados a Haydn, etc.). Pero sin embargo, el libro más curioso de RL dedicado a nuestro santo patrón no es ensayo, sino novela: en España lo publicó Destino en 1994 con el título Mozart: una jornada particular. Describe un día cualquiera en la vida del artista, lo mismo los ratos en que componía tríos encima de la mesa de billar que el jugueteo con sus hijos y esposa; el resultado se halla bastante próximo a otro pastiche mozartiano de rancio abolengo, el Mozart camino de Praga de Eduard Mörike.


Requiescat. Querido Howard Chandler, descansa en paz y disfruta de la armonía de las esferas, tú que puedes.

2 comentarios:

Juan Carlos Palma dijo...

A mí por lo menos me has iluminado, ya que mis conocimientos sobre la música clásica no dejan de ser limitados. Aunque reconozco que me he quedado con ganas de un posto sobre ese halcón milenario. Quién pudiera... Por cierto, ¿tienes sitio para él en tu casa? Mira que los niños son muy destrozones...

Luis Manuel Ruiz dijo...

Igual en cuanto lo consiga le dedico el post que se merece. En cuanto a dónde colocarlo, la verdad es que no sé, y ese problema de espacio está a punto de provocarme un divorcio... Pero lo solventaremos de alguna manera, seguro.