lunes, 18 de enero de 2010

La profesión del aire, 1

Hace unos meses, en colaboración con un grupo de colegas entre

Estado crítico. Hace unos meses, en colaboración con un grupo de colegas entre los que se cuentan los nombres intachables de Alejandro Luque, Javier Mije, Jesús Cotta, Daniel Ruiz (mi hermano) y Manolín Haro, inicié mi labor como crítico literario en el blog Estado crítico. A lo largo de todo este tiempo, la cosa ha tenido sus más y sus menos: reconozco que mi pereza y mi tendencia al capricho me hace descuidar a menudo la obligación de entregar una reseña cada, digamos, quince días solares, pero aseguro que siempre llevo esa carga (o el remordimiento de no cumplirla) en mi corazón y que no hay momento en que, en un rincón de mi interior, no me acuerde de mis compañeros reseñistas y de lo que debo a la loable empresa que nos agrupa a todos. En fin, hoy tocaba hablar de Estado crítico por al menos dos motivos: uno, por la agria y un poco tonta polémica de que ha sido escenario el último fin de semana, en torno a una novela que no salió muy bien parada del retrato que de ella hizo nuestra crítica de turno, Carolina León; y otro porque, con mucho orgullo, puedo anunciar que la revista digital Revista de Letras nos ha nominado como uno de los candidatos al mejor blog literario del año que se fue. Bueno, no todo ha estado tan mal, entonces. Quiero aprovechar todo este Pisuerga para responder a unas cuestiones que a menudo me planteo y que quizá también alguien se haya hecho por mí: pero ¿por qué diablos una persona normal y adulta se dedica a la crítica?

Sin escaparate. Quienes frecuentan mi blog saben que, a diferencia de otros, no suelo aprovechar este rincón para colgar las críticas, favorables o contrarias, que de mis libros hacen por ahí. Las buenas, porque me dan vergüenza; las malas, porque miedo. Os podéis imaginar que después de diez años dedicado a la labor de ofrecer obra escrita al público lector y a los suplementos culturales, he recibido de todo, pitos y aplausos, abrazos cariñosos y palos despiadados (y, lo que es más curioso, también abrazos despiadados y palos llenos de amor). La soberbia Care Santos aludía poco ha en su blog a la utilidad de la crítica y al uso que de ella ha hecho a lo largo de su carrera con objeto de mejorar su tarea de escritora. Podéis leer sus propias palabras, pero por si no tenéis ganas de moveros de aquí yo os las resumo. A pesar, dice, de haber encontrado análisis de cierto valor en algún revistero gracias a los cuales ha podido enmendar algún vicio o robustecer cierta virtud, Care reconoce que la crítica, así, en abstracto, no vale de mucho. Las buenas, afirma, y estoy de acuerdo con ella, sólo sirven para engordar el ego hasta el sobrepeso menos tolerable en los espejos; las malas, para amargarse con la envidia o las dudosas intenciones de la competencia.

A mí me han dedicado muchas críticas elogiosas, sobre todo en el pasado, cuando era un incipiente rapaz y no proyectaba sombra sobre la solapa de nadie: pero aunque me alegraban, siempre me quedó la sospecha (como sigue quedándome en un gran porcentaje de las ocasiones) de que el crítico no entendía del todo lo que yo había querido escribir. En cuanto a las enemigas, admito que entristecieron y llenaron de ansiedad muchas de mis noches, hasta que encontré cosas más apasionantes y sin duda cruciales que alimentaran mi insomnio. Un tipo que me tiene mucha ojeriza (ha reincidido en sus dictámenes en más de una ocasión) me puso de aprendiz, malo, de Pérez-Reverte (en lo cual quizá algunos de los que me leéis estéis de acuerdo, yo qué sé); otro recomendó no abrir un libro mío por sus efectos eméticos; otro me acusó de construir tramas inestables y de documentarme en Internet como un alumno de secundaria, no sé si exactamente en el Rincón del Vago. Durante un tiempo, esas sentencias me inmovilizaron a la hora de ponerme a escribir. Antes de colocar la primera coma creía que me iba a morir de miedo: no quería que nadie me gritara, no me gustan los insultos, no quería cachetazos en la mejilla ni ser condenado al cuarto oscuro. Ahora me da exactamente lo mismo. De hecho, he dejado de leer suplementos culturales: en mi casa preferimos el catálogo de Ikea.

Tiempo ha, un periódico con el que colaboro me consultó acerca de la vigencia y el rigor de la crítica literaria. Otros muchos autores también dejaron su impresión al respecto (Menéndez Salmón, hondo y preocupado como de costumbre, Fernández Mallo tan moderno él); la mía se redujo, y reduce todavía, a pocas palabras: la crítica literaria especializada no sirve para nada. Y hoy menos. Los tiempos (buenos y solemnes tiempos, no lo dudo) de Sainte-Beuve y Connolly pasaron; en la era en que vivimos dudo mucho que ningún crítico posea autoridad moral o intelectual para hundir ni para encumbrar un texto. En primer lugar, porque en la mayor parte de los casos el ejercicio de la crítica (lee este libro que va a ser el pelotazo de la década, aléjate de aquél que sólo sirve para envolver buñuelos) constituye sólo el afluente de una red mucho mayor de intereses económicos y editoriales (lo cual resulta comprensible, porque nadie es tan obtuso como para apedrear su propia azotea). Y luego porque, afortunadamente, disponemos de Internet: los blogs autónomos y personales como este mismo, en que un individuo, de forma perfectamente independiente y sin servir a intereses ajenos a su propio gusto y norma, opina sobre lo que le parece bien o no y por qué, vuelven ociosos los púlpitos.


He dicho que en mi casa no entran suplementos si no son de hogar o cine. Pero no dejo de comprar libros, y para ello muy a menudo me guío por el criterio de otros. ¿Quiénes? Generalmente amigos, gente con la que sé que comparto tendencias y pareceres, camaradas de Internet. Ejemplo: mucho de lo bueno que he leído últimamente (como el descubrimiento impagable de los cuentos de Fredric Brown) se lo debo al blog de César Mallorquí, que ni es crítico ni pretende serlo. O a los consejos bienintencionados de Juan Carlos Palma. Dice Hans-Georg Gadamer, en ese clásico que es Verdad y método, que interpretar consiste en servirse provechosamente de los prejuicios; en volcar la expectativa vital del lector sobre el texto, que así explica a quien lo visita a la vez que se explica a sí mismo; que leer consiste en la fusión del horizonte del lector con el horizonte del texto. Por tanto, sólo quien comparte cierta experiencia, ciertos prejuicios y ciertos horizontes con nosotros mismos podrá comprender de modo cabal a qué obedecen nuestros gustos e inclinaciones. Así, a la hora de escoger libro sólo me fío de quien sopla en mi misma dirección: Mallorquí, Palma (los dos, Juan Carlos y Félix), la mentada Care Santos, Pablo de Santis, y más lejos, Luis Alberto de Cuenca y dos intelectuales a los que considero mejor en su faceta de lectores (y de consejeros literarios) que en la de autores, Fernando Savater y Javier Marías. Sé que todos ellos, de uno u otro modo, por una u otra dioptría, se acercan a la literatura con gafas semejantes a las mías.

Pero todo esto deja una pregunta sin contestar. Una pregunta acuciante, de peso. Si no crees en la crítica, si el oficio de crítico es una profesión hecha de aire, ¿por qué colaboras con un blog de crítica literaria? La pregunta que todo el mundo se hace cíclicamente en la madrugada, tal vez delante de un vaso de aguardiente: ¿por qué te dedicas a esto? La respuesta exige su tiempo y prefiero contestarla más calmosamente la semana que viene. Hasta entonces no olvidéis vitaminaros y supermineralizaros, como corresponde.

4 comentarios:

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

Estoy contigo en casi todas las argumentaciones, sobre todo en la cita de mi admirado Gadamer. Pero tambien es cierto, Luis Manuel que hay críticos literarios que no suelen participar en los suplementos al uso y que arrojan luz y método en sus palabras. Palabras que se recogen en libros de referencia.
No olvidemos, y hablo como filólogo,que la crítica literaria cuenta con magníficos ejemplos de filólogos y críticos independientes que, con sus análisis sesudos y metódicos, ayudan a interpretar, no solo las obras del momento, sino, sobre todo, las del pasado.
Creo que el problema de la autoridad moral está situada en esa disyuntiva entre crítico y filólogo. Hay muchos lectores metidos a críticos y, por tanto, su autoridad no deja de ser equivalente a la de cualquier otro lector. No por leer más se es mejor crítico; la crítica literaria reside en la cualidad como lector. Y ese fenómeno lleva implícito unos conocimientos sobre la Teoría de la Literatura y, por supuesto, de la lengua utilizada.
Por este motivo, si la obra la analiza Pozuelo Yvancos, Darío Villanueva o Ricardo Senabre, estamos hablando de filólogos de raza con conocimientos sobresalientes cuyas críticas vendrán acompañadas de atinadas referencias. Salud, siempre.

Juan Carlos Palma dijo...

Es un honor que me tengas como uno tus mentores literarios. No puedo evitar sonrojarme.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Tomás: estoy de acuerdo contigo en diferenciar entre filólogo y crítico. El primero desmenuza, interroga, aplica la lupa; el segundo corre la voz. Estarás de acuerdo conmigo en que el 99% de las críticas que aparecen en los medios pertenecen a la segunda categoría y no a la primera. Por otro lado, quiero dejar claro que no me parece mal que nadie vocee lo que considera excelente, bueno o inadmisible: lo que no me parece de recibo es que dicho dictamen se ampare en argumentos de autoridad. Aquí mismo yo proclamo lo que considero mejor y peor, pero no considero que mi palabra sea ley.

Juan Carlos: déjate de tonterías, hombre, y sigue haciendo ese espléndido blog.

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

En realidad, nuestras argumentaciones responden a la misma inquietud aunque lo hagamos desde perspectivas diferentes. El caso es ,efectivamente, que ante el descrédito de la autoridad filólogica, el lector de ocasión alza su criterio, como bien dices, a ley.
Hay unas páginas del mejicano Alfonso Reyes delciosas y que más de un crítico debiera leer para caer en la cuenta de la labor que está realizando.En fin...perdona estas incursiones. Salud, siempre.