viernes, 17 de diciembre de 2010

Los cuadernos




Desde adolescente, para dejar inequívocamente claro que soy escritor (un señor profundo, serio y artístico que toma notas en una esquina del café), he llenado cuadernos de una caligrafía miniada. Ahora están a mi derecha, dispuestos aritméticamente en un anaquel de mi estudio: hay al menos una docena de ellos, de anillas blancas, negras o desnudas, con las tapas gastadas por los años y montones de papelotes desparejos sobresaliendo de entre las páginas. En esos cuadernos he consignado de todo: entrevisiones metafísicas que me han llegado en una tarde de niebla, metáforas que yo suponía sísmicas en el momento de anotarlas y luego se quedaban en un ligero vaivén, apuntes sobre algo leído al azar, de pasada o como de lejos; crónicas de visitas a ciudades que ya no serán las mismas, porque nunca visitarás dos veces la misma ciudad; citas, muchas citas, algunas memorables; aforismos, muchos aforismos, muchos olvidables; y proyectos: argumentos de novelas y cuentos futuros garrapateados a toda prisa, después de verter su veneno en mi imaginación durante un viaje en autobús o una noche de insomnio, mientras pensaba en otra cosa o simplemente me dejaba vivir. Miro esa colección de cuadernos y esto es lo que veo: la obra de mi vida. Todo lo que me queda por escribir. La masa bruta de mi literatura. Mi única, penosa justificación.

La otra tarde tomé uno de los cuadernos al azar y repasé las historias que proponía. Muchas de ellas las conocía de memoria, porque son tramas que nunca he abandonado del todo, que me visitan una vez y otra, bajo disfraces distintos, en busca de la forma apropiada de verterlas al papel. Otras me sorprendieron como el trabajo de la imaginación de otro, como el hallazgo de un desconocido: fueron las que más me impresionaron. Me da vergüenza decirlo, pero encontré muchos de aquellos esbozos de lo más apasionante; seguí leyendo y tanteé otros cuadernos, la fascinación aceleró o refrenó la marcha, pero no se detuvo. Me pregunté, me pregunto por qué no escribí aquello blanco sobre negro: por qué no lo entresaqué, con fórceps si era preciso, del útero de papel cuadriculado en que aún vivía inmerso, esperando la mano de nieve que sabe arrancarlo. De hecho, me impuse una tarea que sé imposible pero que me llena de júbilo loco: escribir sistemáticamente todos los libros que mis cuadernos vislumbran; página a página y tomo a tomo, haré existir lo que esas notas sólo entrevén o meramente sugieren. He calculado que podré terminar antes de cumplir los ochenta, si trabajo todos los días en horarios de galeote y no atiendo a necesidades nimias como comer, frecuentar a seres humanos y otras menudencias. 
 
Pero hay también un encanto turbio en el mero estado de apunte: el encanto del escorzo, de la niebla, de la ironía o el chiste que no se rebaja a la mención directa de la palabra prohibida. Es como si esos apuntes se alimentaran de la imaginación, que siempre avanza en diagonal, y enriquecieran y amplificaran y mejoraran una obra que en forma de libro sería demasiado vulgar y obvia; a veces, demasiadas veces, el bosquejo de un relato es mucho mejor que el relato de carne y hueso. Por esto pienso que, quizá, mis cuadernos podrían ser obras de pleno derecho: parte de un género inclasificable donde se dieran cita ensayo, narrativa, filología y locura, siempre sin hacer del todo, sin cristalizar, eludiendo el estado sólido, siempre otra cosa posible. Y aquí me acuerdo de cierto pasaje del Retrato del artista adolescente que ahora no tengo ganas de buscar, y donde Stephen fantasea con su futuro de escritor: él, dice, escribirá el conjunto de su obra en cuadernos matriculados con las sucesivas letras del abecedario; el contenido es secundario, lo importante es que sus lectores discutan si el B es mejor que el M o si el Z supera a todos los otros, como dicen los críticos. La vida entera de un hombre, de una obsesión o un anhelo, sintetizada en los veinticinco signos fundamentales.

Porque a pesar de lo que afirme la Química, veinticinco y no ciento dieciocho es el número de elementos de que se compone todo cuanto existe. Más: todo lo que jamás llegará a existir.

4 comentarios:

Pascu dijo...

Yo creo que es justamente ahí (en la idea) donde está el escritor. Más en ser arquitecto que en ser albañil de buenos enlucidos. Ahí tenemos por ejemplo a Baroja, tan aficionado a los andamiajes minimalistas. Luego uno puede tener una técnica más depurada y una prosa muy aguda, que si no tiene una idea original y digamos 'insigne', será olvidado, suponiendo que antes llegue a ser conocido.

¿Será posible que las ideas estén vivas y lo utilicen a uno como ventana de entrada al mundo?

Daniel Ruiz García dijo...

Hermoso texto.

emeemedeefe dijo...

El escritor al fin y al cabo no es el que publica un libro... O el que sueña con publicarlo, que también puede ser, no digo que no... Pero realmente escritor es aquel que escribe, que transmite algo por largo o corto que sea y, que en un proceso de comunicación da forma suficiente a las palabras como para transmitir. Así que si todos esos cuadernos, por poca apariencia que puedan tener en el futuro, transmiten todo lo que sientes, siéntente orgulloso amigo, porque fuiste, eres y serás escritor... Y cuanto más transmitas, mejor. De todos modos, cuando disfrutas de una historia tiene mucho que ver cómo se cuenta y no qué cuenta...

César dijo...

Una idea no equivale a un relato, sino a miles, millones, quizá infinitos relatos. Porque la misma idea puede escribirse de muchísimas formas distintas y ser, por tanto, multitud de relatos diferentes. Cuando un escritor escribe un relato, digamos que "colapsa la función de onda", reduciendo las infinitas posibilidades de la idea a una realidad concreta. Así que escribir significa, al mismo tiempo, no escribir el resto de las alternativas.

Un apunte, una idea vaga (¿una "idea Schrödinger"?), lleva en sí el germen del infinito. Cada bosquejo es, en realidad, una sección (infinita) de la Biblioteca de Babel. Por tanto, el bosquejo siempre será más rico y sugerente que su materialización en un relato específico, por bueno que sea. Digamos que cuando escribes un apunte eres Borges, y cuando escribes el relato eres Zola.

Perdón por la paja mental.

(Excelente y sugerente entrada, felicidades)