sábado, 31 de mayo de 2008

Casa de citas, 1: El arte de la ruina


“Sabemos que Albert Speer, el arquitecto de confianza de Adolf Hitler, fue a ver al Führer francamente preocupado porque, como se había previsto que el Tercer Reich perduraría más de mil años, el arquitecto no estaba nada seguro de la calidad de las ruinas de sus monumentos. O sea que Speer, como hombre de cultura, sabía que un día sus edificios iban a acabar en ruinas. Esto no le inquietaba, lo que le intranquilizaba era la calidad de esas ruinas. Sabía que los monumentos construidos en piedra e incluso en ladrillo, los monumentos egipcios, mesopotámicos, griegos y romanos, se arruinaban con mucha clase; eran los nobles recuerdos de grandes imperios. Pero ¿cómo envejecerían los del Tercer Reich, que se estaban edificando en hormigón armado? Aunque hoy nos parezca pintoresca, esta preocupación asaltaba sinceramente al arquitecto y a su mandatario. Desde luego, cuando la armadura asoma —sea porque la construcción no se ha terminado o porque ha colapsado— el hormigón armado pierde toda dignidad; las armaduras, retorcidas y oxidadas, aparecen escandalosas; aquello que se había proyectado para quedar envuelto —como el sistema nervioso del cuerpo humano— queda indecorosamente a la vista”.

Óscar Tusquets Blanca, Dios lo ve. Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 82-88.



“Balestri dedicó su charla a lo que llamaba su teoría de la ‘ruina interior’. Todas las grandes construcciones del pasado habían envejecido sin perder su dignidad. Los desmoronamientos provocados por el tiempo, por la mano del hombre o por catástrofes naturales, que habían dañado a las construcciones de la antigüedad griega o romana, y a algunas catedrales medievales, no habían hecho perder la belleza a esos monumentos. Las plantas que crecían en las grietas, los muros derruidos o ennegrecidos, los manchones de musgo, colaboraban en resaltar una belleza que en cierto sentido estaba oculta bajo las capas de esplendor. Las construcciones escondían un secreto que sólo revelaban en su condición de ruina.

Las edificaciones modernas, en cambio, al envejecer sólo podrían mostrar hierros retorcidos y oxidados, vidrios rotos, paredes descascaradas, la progresiva erosión del cemento. No habría en ello belleza alguna. No tenían ninguna ruina encerrada en el interior. El arquitecto moderno, arrastrado por el impulso de la novedad y los constantes progresos técnicos, había olvidado el aspecto no contemporáneo de la arquitectura. Era necesario recordarle que toda la belleza ornamental se desvanecería muy pronto. El arquitecto estaba obligado a ser pesimista, a desconfiar de todo, a imaginar grandes lluvias, huracanes, incendios, el trabajo infatigable de los años. Y si había algo de sabiduría en el arquitecto, ese pesimismo le llevaría a encerrar, en el corazón del edificio, una ruina secreta, que al tiempo le tocaría descubrir.

[…] Balestri, sin dejarse intimidar por los gritos, siguió hablando. Nuestras vidas, dijo, deben ser planeadas en el mismo sentido. Debemos hacer las cosas de tal manera que al final, cuando seamos ruinas, aparezcan elementos secretos que sólo a partir del desgaste exterior alcancen la luz. Debemos construir en nosotros mismos esa ruina secreta; que en algunos viejos y en algunos muertos, y en algunos hombres vivos, aún jóvenes, pero ya destruidos, resplandece”.

Pablo de Santis, La sexta lámpara. Buenos Aires, Seix Barral, 2005, pp. 165-166

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