jueves, 8 de mayo de 2008

El libro nuestro de cada día, 1: El cuaderno rojo

Recorriendo las páginas frenéticas de las memorias de Benjamin Constant uno siente ese tipo de complejo que es resaca inevitable de la lectura de autobiografías, a saber, que a uno nunca le pasa nada interesante y que todas las experiencias que merecía la pena reseñar en libro ya le han sucedido a otra persona, preferentemente de un siglo más exótico y mejor decorado que este. Los recuerdos de Constant se ciñen a sus primeros veintidós años de vida; en ese lapso preuniversitario ya había tenido ocasión de batirse varias veces en duelo, intentar envenenarse a causa de un amor sin recibo, hacerse a pie la cantidad dolorosa de kilómetros que media entre Londres y Edimburgo, idear las líneas maestras de un ensayo tremebundo sobre los orígenes de la religión pagana. Y todo, con un padre de fondo que no acaba de entender los cambios de humor de su hijo, con un cerebro de fondo, muy al fondo, que no acaba de controlar los cambios de humor del corazón que tiene a su cargo. Con justeza Manuel Arranz, prologuista y traductor del volumen, puede afirmar que el gran valor del escrito de Constant es su sinceridad. Un medio, el de las memorias, que la mayoría suele confundir con un pretexto para la redención o la disculpa sirve al autor de Adolphe para presentarnos un escaparate sin medias tintas de las contradicciones y disparates, en cantidad industrial, que protagonizó durante su juventud, esa edad en que la lógica no admite el principio de tercio excluso. El adolescente que fuimos suele aparecérsenos, desde la distancia, como un amable familiar algo impertinente cuyos desmanes tratamos de excusar basándonos en principios de pedagogía o crecimiento hormonal; Constant se limita, quizá más espontáneamente, a sorprenderse de sí mismo y a reírse.

El tomito, editado con esmero por los artesanos de Periférica, merece la atención de todos los amantes de las memorias y debe ser incluido entre otros títulos de cabecera de este género para envidiosos. Cierto es que carece del vitriolo y el amor por la fisiología femenina de Casanova, el otro gran testigo del único siglo en que mereció la pena vivir (la frase es de Talleyrand), pero su inmediatez, su frescura y su irresponsabilidad le liberan de esa carga mojigata que vuelve insoportables las Confesiones de Rousseau, donde todo es tan profundo y tan sentido que uno pasa las páginas del libro con miedo a lastimarlo. De todos modos Constant, pese a los elogios de Italo Calvino y otros prohombres, se halla a cuerpos de distancia de esa cumbre de la memorística que sigue siendo la Vita de Benvenuto Cellini y de su laberinto promiscuo de bacanales, asesinatos, demonios en coliseos, dioses de bronce y ciudades sitiadas.

En fin, lo dicho: menos mal que de vez en cuando aparece algún Kafka para consolarnos y hacernos entender que hay gente que se aburre más todavía.

(Interesados dirigirse a Benjamin Constant, El cuaderno rojo. Traducción de Manuel Arranz. Periférica, Cáceres, 2007.)

3 comentarios:

Noé dijo...

Interessante!
Noé,
http://consiliencia.blogspot.com/

Manolo Haro dijo...

Tooodos quereeeemos maaaaaaaaás, todoooooooooos quereeeeeeeeeemos mássssss.

Manolo Haro dijo...

Tooodos quereeeemos maaaaaaaaás, todoooooooooos quereeeeeeeeeemos mássssss.