viernes, 23 de mayo de 2008

El libro nuestro de cada día, 3: Reconstrucción


Un primer vistazo a la obra integral de Antonio Orejudo mueve a la perplejidad; una suerte de sainete en torno a la mitomanía de la Generación del 27, la confesión de un loco obsesionado por la basura, una novela histórica que trampea y tergiversa las convenciones del género casi nos impiden entrever al escritor que se esconde debajo, el rostro que sustenta todas esas máscaras contradictorias. Y sin embargo ese denominador común existe y tiene precisamente que ver con las máscaras y lo que pretenden encubrir. Tal vez se pueda resumir en algo parecido a esto: el mundo, si es que cabe esa palabra, es una sucesión incongruente de estados, experiencias, destellos, ascensos y precipitaciones que nuestra pobre mente no acaba de comprender del todo; quien habla de mundo habla también de la identidad particular de cada cual, no menos fragmentaria y descarrilada; el único, desesperado método con que contamos para tratar de dar un sentido a ese galimatías es el lenguaje, es el intento de enhebrar las cuentas descabaladas en el hilo de una historia. En palabras del protagonista de Reconstrucción, la más reciente aproximación de Orejudo a este intríngulis que ya desveló a Hume y a Nietzsche, “… aquellos hechos que conserva la memoria son semillas que han germinado en el tiempo gracias a la imaginación. Son sucesos que se enriquecen solo por el hecho de contarlos, de someterlos al juicio de otra persona… No está de más recordar que esta reconstrucción es solamente un orden de palabras. Pero qué se le va a hacer; no hay que demolerla por eso. La morfosintaxis es la única herramienta a nuestro alcance para explicarnos precariamente el mundo, para orientarnos en el caos y para tratar de ser en él medianamente justos”.

Reconstruir: eso es lo que procura hacer el protagonista de la novela con su pasado, con los sucesos entreverados que un día le dieron forma pero para los que sin embargo ya no es capaz de hallar una pauta precisa. Y así los va reuniendo como los tipos de imprenta que cincela en su taller, atento a formar palabras, frases completas, secuencias de significado que le ofrezcan un atisbo de ilación. En ese batiburrillo hay una juventud pasada en Münster, el foco de la rebelión anabaptista que a mediados del siglo XVI se opuso al poder de la Iglesia e instauró el libre pensamiento y la poligamia obligatoria; hay un lamentable episodio como comisario de la Inquisición junto a un hombre que no habla y se limita a tallar un tarugo de madera; hay infinitas tardes consumidas frente a la lumbre del candil, dibujando tipos de letras que grabará más tarde con un punzón, capitales, versalitas y cursivas en las se divierte escondiendo mensajes blasfemos como para que el exceso de buena conciencia no entorpezca su salud. El mundo está loco y no tiene sentido; es más, la propia vida de ese hombre carece de nada parecido: sólo narrándolo todo conseguiremos una figura coherente que pueda explicarlo y explicarnos.

Para transmitirnos esa moraleja, Orejudo construye un relato potente, original, a primera vista emparentado con la novela histórica pero que rebasa ampliamente los márgenes de esa etiqueta, como de cualquier otra. Saltando de la crónica criminal a la diatriba teológica, aliñando la narración de aventuras con el chiste escatológico, destiñendo todo ello en un baño de humor ácido, nos entrega un producto difícil de definir, que precisa, también él, de una reconstrucción, como sugiere el orden ambiguo de los capítulos. Por lo demás, el autor no renuncia a esos recursos de probada vulgaridad que los críticos denuncian un día y otro y que tanta felicidad provocan en las almas adocenadas, como el dramatismo o la intriga. Una sugerencia subyace, quizá, al resultado final: que contar historias no es sólo grato, sino obligatorio; que más allá sólo quedan estampas sin un álbum en que pegarlas.

(Interesados dirigirse a Antonio Orejudo, Reconstrucción. Barcelona, Tusquets, 2005.)

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