Un leopardo se adormece en el interior de una jaula sin atender a los rostros que circulan frente a sus barrotes y que se sorprenden de la semejanza de sus manchas con ojos y pulseras. El leopardo ha sido trasladado hasta Florencia del remoto sur o del remoto este, y acaso añora la estepa en que daba caza a los antílopes entre la vigilancia de árboles secos. Lleva años, décadas tal vez confinado en su prisión, resignado a que los huesos se endurezcan en sus extremidades y su legendaria elasticidad se confunda con un vago sueño de madrugada. No sabe por qué está allí, qué designio le ha reducido a animal de feria que sirve para distraer los banquetes de una cohorte de nobles que disfrutan con los recitales de los poetas; si el destino de su raza es trotar entre los oteros, obedecer al calor de la sangre en los crepúsculos de un continente salvaje, no comprende por qué malgasta sus días en esa inactividad enfermiza, de la que no cabe esperar nada: como todos los seres, se interroga sin cesar por los tortuosos designios de la providencia, que a veces, demasiadas veces, imita los métodos del capricho. Pero una noche, entre tinieblas, una voz le habla. Es la voz de Dios, que le revela que su destino, desde el momento de ser gestado, era verse atrapado entre la madera y el hierro y despertar la curiosidad de un hombre que no habría podido verle libre. Has nacido, le dice Dios, para ser objeto de un verso en un poema. De no haber estado allí, de no haber soportado su hastío y su angustia, Dante jamás habría podido describirlo en el versículo 32 del primer canto del Inferno. Borges describe esta fantasía en alguna página de su miscelánea El hacedor, entre el consabido muestrario de espadas y espejos.
La trivialidad de una vida mal conducida, que no parece poseer un rumbo concreto, la posibilidad de redención a través del azar de los encuentros, pueden ser también los temas centrales de Arthur & George, la extraña novela de Julian Barnes que nos presenta en páginas paralelas, como una edición bilingüe, las biografías de Arthur Conan Doyle y un oscuro abogado que alguna vez le sirvió de pretexto y de secreto sostén, George Edalji. A primera vista, el resultado ofrece el aspecto de un ejercicio posmoderno de metaficción, donde el autor muestra su oficio técnico al enredar sin una pretensión clara el material documental en torno a la vida de ambos hombres con elementos de la crónica de sucesos, la novela judicial (que no policíaca) y el melodrama. En ese sentido, Arthur & George se antoja una mera excusa, por lo demás innecesaria, para que Barnes nos demuestre una vez más que está capacitado para narrar, que lo hace con soltura, que mantiene el ritmo de la prosa en cada párrafo y que sabe convertir a sus personajes en algo más que los troqueles bidimensionales a que nos tienen acostumbrados las novelas de charcutería. Quizá el autor ha pretendido renunciar al selecto círculo de connoisseurs al que sus anteriores trabajos parecían dirigidos, generalmente aficionados al arte y la literatura que se complacían en juegos de intertextualidad trufados con reflexiones más o menos irónicas sobre el desencanto que inevitablemente acompaña a la relación entre los individuos. Aquí el lector es alguien menos concreto, menos puntual, no habita barrios del centro de la ciudad ni repasa los suplementos literarios del fin de semana: la combinación, a veces afortunada y otras no tanto, de anecdotarios, introspección psicológica, subtrama criminal y novela rosa apunta a la gran muchedumbre de quienes se detienen en los escaparates de las librerías o frente al mostrador del quiosco sin un objetivo claro, que lo mismo adquieren una guía de viajes que un ensayo de filosofía, el último best seller o las obras completas de un poeta esotérico. Arthur & George puede ser la consecuencia de un anhelo oculto en su autor: la de llegar al mayor número posible de clientes, la de contentar a todo el mundo, como un yerno bien dispuesto.
En última instancia, el propósito central del relato (de los relatos) parece radicar en la coincidencia: dos existencias que no tienen nada en común (como la del leopardo y la del poeta) cruzan sus hilos en un determinado punto de su trayectoria para quedar alteradas para siempre. El joven abogado ve su honor restituido, el escritor agobiado por su indecisión recupera la fe en el triunfo de una causa noble. De algún modo, cada uno de ellos salva a su opuesto, le sirve de ángel de la guarda, de asidero en un momento en que el universo, confuso y hostil, parecía no ofrecer salida. Tal vez Conan Doyle no fue forjado con el fin de inventar a Sherlock Holmes ni de convertirse en adalid del movimiento espiritista, tal vez lo único que disculpa su presencia en este mundo son las tribulaciones de un joven angloindio al que se ha negado toda justicia. Y viceversa: el tramo esencial de la vida de George Edalji radicaría en su encuentro con un atribulado escritor de éxito que no sabe cómo reconciliarse con su conciencia. Lo que nos explica, disculpa y autoriza a existir puede poseer el tamaño ridículo de una palabra a un desconocido en el autobús, de la devolución de una cartera perdida en la acera, de un timbre equivocado. Al fin y al cabo, todos procedemos de lo minúsculo: de un irrisorio átomo de hidrógeno con tendencia a viajar.
(Interesados dirigirse a Julian Barnes, Arthur & George. Traducción de Jaime Zulaika. Barcelona, Anagrama, 2007.)
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