miércoles, 11 de marzo de 2009

Clásicos brillantes


Es común vérselas en los suplementos culturales con críticos de música de alta cuna que tratan con desprecio esos sellos económicos de los que los pobres de solemnidad nos hemos servido durante años para alimentar nuestra melomanía. Porque todos sabemos que en ciertos estantes de las tiendas de música, junto a esos expositores en que reposan los cuidados ejemplares de la Deutsche Grammophon, Phillips o Decca (por no entrar en las exquisiteces de los sellos dedicados a la música antigua, L’oiseau lyre, Alia Vox y demás), aguardan al aficionado de escasos recursos discos no tan bien presentados, con libretos algo más deficientes e ilustraciones de peor calidad en las carátulas, que sin embargo no por ello pierden la capacidad de embrujar a quien los escucha con atención.

Hablo, por ejemplo, del sello Naxos, el más veterano en esto de las baraturas (precio ajustado, lo llaman ahora), que suele fruncir el entrecejo de los verdaderamente entendidos (id est: aquellos que pueden adquirir sin menoscabo un pase de temporada completa para el Maestranza o el Teatro Real, a cuyas sesiones acuden entre revuelos de visón y Giorgio Armani). No sólo he sido durante años comprador de Naxos, que me ha permitido descubrir autores e intérpretes de los que jamás había oído hablar o que conocía sólo de lejos, sino que reconozco con orgullo que lo continúo siendo. Gracias a Naxos dispongo de una colección por lo menos representativa del sinfonismo vienés de finales del XVIII y principios del XIX, una de mis debilidades, y he podido acceder a la obra de Vanhal, Von Ordonez, Rosetti, Danzi y Hummel, no disponible ni muchísimo menos en las marcas, digamos, de padre conocido. No voy a pretender, por supuesto, que las versiones de Naxos puedan igualarse con las que ofrecen orquestas o solistas de prestigio cimentado y rancio abolengo, pero tampoco voy a caer en la burda simplificación de echar todas por tierra como música de conservatorio de pueblo, porque no lo son. Para darme la razón están ahí, por ejemplo, el Tel Aviv Quartet, que borda una integral de los cuartetos de Hoffmeister (imposible de hallar en otra parte), o la Failoni Orchestra, de Budapest, capaz de extraer matices muy interesantes a las sinfonías temáticas de Dittersdorf.

Hace diez años, esto de la música clásica para pobres se abrió a un nuevo universo de posibilidades y delicias gastronómicas. Entró en el mercado una empresa holandesa, con un logotipo que no presagiaba nada bueno, y acaparó los estantes de novedades con pésimas fotografías de amaneceres bálticos y pinturas impresionistas de segunda mano. Lo llamativo del precio (empezaron vendiendo a tres euros) la emparentaba con esos discos de aluvión que venden (vendían) en los cajones de expositores de oportunidades con estuches rayados, que sonaban como desde el fondo de un túnel y estaban interpretadas por alumnos sin licenciar que a veces hasta metían la gamba a la hora de leer la partitura (no es broma: recuerdo una versión delirante del concierto para flauta y arpa de Mozart donde se quitaban de en medio una frase entera). Pero pronto el aficionado tuvo que revisar esa primera impresión. Con la mejoría en la presentación (a alguien, por fortuna, se le ocurrió contratar a un diseñador con un sentido estético no curtido en peluquerías) llegó también la mejoría en la oferta. Y qué oferta: posibilidades que hasta el momento habían estado cerradas a los más indigentes o que ni siquiera creíamos que orillaran la realidad comenzaron a abrirse ante nuestros estupefactos ojos. Pues a ver: ¿quién podía imaginar, años atrás, que la obra completa de Bach, Beethoven o Mozart, en versiones cuando menos solventes, iba a poder caber en cofres de ciento y pico cedés por menos de lo que uno se gasta en parranda un fin de semana? Comenzaron a circular ediciones completas (el fuerte de Brilliant) y a ponernos al alcance de la mano la integral de los quintetos de Boccherini, las sonatas de Scarlatti, las de Clementi, las suites de Telemann, la música de cámara de Couperin, la de Haendel, todo Corelli, todo Thomas Tallis, todo Frescobaldi, y la cosa continúa. Aparte, nos han permitido descubrir maravillas que permanecían en el perfecto limbo de la ignorancia. Ejemplos memorables: la histórica recopilación de toda la música para guitarra y fortepiano de Ferdinando Carulli, autor napolitano de quien yo jamás había oído hablar; los cuartetos para clarinete de Bernhard Henrik Crusell, cima de la elegancia que no conocía de nada; y la exquisitez con olor a cera quemada y madera de muchos años que se oculta en la obra profana de Sigismondo d’India, un maestro del barroco italiano del que mis muchas lagunas también me habían apartado hasta el momento.

Mientras escribo esto, tengo frente a mí mi última adquisición del sello. Se trata de un par de sinfonías (la sexta y la séptima) de un cierto Johann Wilhelm Wilms ante quien hace una semana habría pasado de largo, pero que ahora sé que fue émulo de Beethoven en los Países Bajos y compuso, como él, partituras atormentadas llenas de furia y breves episodios de confianza en el porvenir. Este disco supone, creo, un resumen de todo lo bueno con lo que Brilliant cuenta para seducir al curioso: un autor desconocido, seguramente inédito (el booklet no se muestra muy conciso al respecto), una partitura de interés más que suficiente, una presentación comedida y elegante con ilustración de época (una vista de Ámsterdam, o Utrecht, o Delft), una interpretación en forma de carga de caballería (y aquí no exagero; juzgue el lector: el Concerto Köln a la dirección de Werner Ehrhardt, con un sonido masivo en una grabación de 2003 comprada a la Deutsche Grammophon), y, en fin, 3’75 euros. Creo que son argumentos de sobrepeso.

Mis simpatías por Brilliant Classics no me impiden, por supuesto, ver muchas otras cosas. No soy idiota, o al menos no del todo: prefiero oír a Gustav Leonhardt o Andreas Staier antes que a un aplicado profesor holandés, y me quedaré con la maestría de Jordi Savall antes que con la sospechosa meticulosidad de un desconocido. Pero el problema es que para gozar de Leonhartd, Staier o Savall necesito hacer un grave desembolso que sólo muy de cuando en cuando puedo permitirme. Si me convirtiera en un purista y sólo accediera a escuchar música en los dedos de los grandes, mi panorama no tardaría en encoger y la música de la que suelo disfrutar reduciría dramáticamente su número. Hoy por hoy, contando incluso la limitada oferta de descargas por internet, habría perdido muchos de los instantes de felicidad que me han brindado esos nombres que he mencionado más arriba y muchos otros que debería añadir. Por discutible que pueda ser una interpretación, por desagradable que nos resulte una portada, siempre es mejor escuchar al autor que condenarlo al silencio. Dicho lo cual, a todo acaba por tomársele cariño y es cierto que las trufas se esconden entre el barro y los desperdicios. Reconozco que no cambiaría, ahora, mi espontánea colección de Brilliant (que sigue creciendo alegremente) por otras señoritas más acicaladas y con apellidos más largos, acostumbradas a los salones de postín.


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