martes, 31 de marzo de 2009

El demonio del absoluto



El francés del abrigo. Hay un escritor francés que siempre fuma en las fotos, mientras se protege de un invierno en blanco y negro bajo las solapas de un abrigo trenzado. El flequillo en diagonal le da un aspecto de alumno irreverente, de esos que se ocultan al final del aula a grabar mensajes obscenos en el envés del pupitre; la nariz, copiada de una careta veneciana, sobresale casi maleducadamente del resto de las facciones, más respetuosas con la simetría. Este sujeto, cuya obra no he leído, luchó como aviador en la Guerra Civil Española, fue bandolero en Indochina, llegó a convertirse en coronel y secundó a De Gaulle en las duras (Londres) y las maduras (París). Responde al nombre de André Malraux y sostuvo una larga admiración, a lo largo de toda su vida, por un personaje que sin duda la merece, Thomas Edward Lawrence, el famoso Lawrence de Arabia. Incluso le dedicó un libro, El demonio del absoluto, recién traducido al castellano por Galaxia Gutenberg y visto de lejos el viernes pasado por este testigo ocular en el estante de una librería. Hay sujetos que están tallados sobre piedra imán y a los que resulta difícil resistirse, sobre los que no se puede evitar teorizar, glosar, ilustrar, biografiar, desvariar: Alejandro Magno, Leonardo da Vinci, el marqués de Sade. Lawrence pertenece a esa estirpe que atrae el metal de las plumas.


Los siete pilares de la sabiduría. No son pocos las biografías y retratos que Lawrence ha ido acumulando a lo largo de su casi siglo de carrera mitológica. Recuerdo, en particular, una esmerada crónica de un autor al que admiro por muchos motivos, Robert Graves, y que lleva por título Lawrence y los árabes. Por lo que sé, todas esas hagiografías abundan en hechos tremebundos y efectos especiales: trenes que descarrilan en mitad de las arenas, ejércitos diezmados por bandas de beduinos a lomo de animales color tabaco, ciudades tomadas sin aparente esfuerzo mientras los cañones que debían defenderlas miran ensoñadamente al mar. Borges ha dejado establecido que todos los biógrafos de Lawrence se enfrentan a un problema inicial que es ya una derrota: la imposibilidad de sobrepasar lo que él dejó sobre sí mismo en las páginas de su caudalosa Seven pillars of wisdom. La obra mayor de Lawrence mueve a la perplejidad por varias razones. Concebida en principio con el propósito de dar cuenta de la rebelión árabe y de la participación de su autor en el teatro de operaciones, a menudo rompe sus cauces y se extravía por el ensayo antropológico, la disquisición filosófica, el libro de viajes, la poesía, la mística. Se trata, sin lugar a dudas, de un libro inclasificable (como si alguno no lo fuera), que he visto, en librerías, ocupar tanto el anaquel de literatura turística, como de aventuras, como de clásicos extranjeros. Entre lo menos llamativo no se halla, por cierto, el estilo. De un autor en tránsito continuo, habituado al revólver, el vivac y la dinamita, encargado de la rebelión de un pueblo entero contra un imperio opresor, uno esperaba frases con ritmo de ametralladora, convulsas, agujereadas, adictas al punto y coma, algo parecido a London, a Hemingway; sin embargo, uno se encuentra en mitad de una marea de prosa vestida de tweed, académica en el mejor sentido de la palabra, de castillo galés. Uno sospecha que se trata de uno de esos libros nacidos con vocación de clásico, que desde la primera edición están predestinados al lomo de piel y el papel biblia con el canto en oro.


Muerte de un motociclista. Sin duda todo hombre es un enigma, un acertijo cuyo significado debemos rastrear por debajo del desorden aparente de sus actos. En el caso de Lawrence, esta hermenéutica alcanza sus mayores niveles de dificultad: un sujeto que es a la vez soldado, arqueólogo, estratega de brillo, amante del riesgo hasta el disparate, traductor de Homero, políglota, masoquista, homosexual, filonazi no parece poder resumirse en un cliché común, en un molde que nos haga cómodo manejarlo de cara a las generalizaciones. De toda su portentosa vida, que disculpa con creces la admiración que le han rendido generaciones enteras de amantes de la aventura, sigue deslumbrándome un hecho puntual, el último: su muerte. Hay una ironía secreta, un misterioso albor de justicia poética, en el modo que Lawrence tuvo de desaparecer, en un trivial accidente de motocicleta. Un hombre que desafió al desastre internándose a solas en el peor desierto de la Tierra, que humilló a un imperio con la ayuda cómica de una banda de desarrapados, que atravesó nubes de balas y lluvias de acero sin despeinarse mayormente el flequillo, debía acabar sus vidas como un niñato de fin de semana, con el cuello roto en una cuneta. El destino parece querer decir: lo verdaderamente peligroso, lo auténticamente letal, está en el camino cotidiano que conduce a casa.


Héroe del celuloide. Y por supuesto, la película: el origen de todo el mito para los miembros de mi generación y de algunas precedentes. Es sólo más tarde cuando comprobamos que T. E. Lawrence es un tipo desgarbado, con nariz en forma de yatagán y una barbilla indefendible, que cuando se despoja del disfraz de jerife y adopta el pantalón corto del ejército parece una caricatura de alambre; al principio, en la fascinación del principio, Lawrence es Peter O’Toole descendiendo una duna con la pistola de bengalas en una mano después de despanzurrar el tren en la línea del Heyaz, es ese irlandés loco y borracho alzando la espada en mitad de un pedregal ante la visión de Aqaba, es la previsión del dolor, del infinito, del vacío, en la inmensidad turquesa de esos ojos que algún día corresponderán también a un oficial nazi y a un rey asesino. Lawrence de Arabia constituye, sin género de dudas, la obra puntera de Sir David Lean (bastante más flojo, sentimental y farragoso en melodramas como La hija de Ryan o la sobrevalorada Doctor Zhivago): la fotografía del desierto, que constituye un personaje más de la acción, o la inevitable banda sonora de Maurice Jarre, reservan rápidamente un puesto de honor a esta cinta en la memoria de todo amante al cine en condiciones. Motivos a los que no es ajena la interpretación de O’Toole, que dota al personaje de un lado tenebroso y ambiguo que lo enriquece con creces y que lo aleja del habitual protagonista en bloque de la narrativa de aventuras (no en vano, poco tiempo más tarde, O’Toole encarnaría al héroe de tobillos frágiles por excelencia: Lord Jim).


La materia de los sueños. Lo que convierte a un hombre en arquetipo, en leyenda, en marchamo, es precisamente su escasa afinidad con lo que es un hombre: una criatura que se aburre, que sufre, que se casa, que paga hipotecas, que se levanta al ladrido del despertador, que duda, que teme, que desespera. Como ya sabemos, la auténtica realidad está hecha de humo y las ideas y los héroes, que rigen nuestros desvelos, poseen la dudosa consistencia del vapor. We are such stuff / As dreams are made on; / and our little life / Is rounded with a sleep: Prospero dixit.






1 comentario:

Porerror dijo...

Mmmmmmmmhhh... tantas cosas que comentar...Un post muy sugerente, la verdad.

Empecemos con un recuerdo a Maurice Jarre, quien precisamente falleció hace cinco días. A Malraux tampoco lo he leído, nada puedo decir, pero me encanta que te guste Robert Graves. En sus memorias de la 1ª Guerra Mundial, sabes que Graves dedica muchas páginas a T.E. Lawrence, su colega académico de Oxford.

Tal vez esa cualidad del tweed, de los cantos con letras doradas, a la que aludes, le viniera a Lawrence de su esmerada educación oxoniense.

En cualquier caso, queda comprobado que aunque el aristócrata se vista de beduino, aristócrata se queda.