Igual que, supongo, le sucederá a la apabullante mayoría de la humanidad, el nombre de Millard Kaufman me era perfectamente desconocido hasta hace cosa de un par de semanas, y si llegué a saber de su existencia fue por el lamentable motivo de que tocó a su fin: se murió. Eso le dio ocasión de figurar en la página de obituarios de los rotativos y gozar de la breve celebridad de la despedida, donde, según sabemos, todo el mundo es bueno o, a su modesta manera, hizo algo de valor. No conocí a Kaufman, ni personalmente ni de ningún otro modo, pero me atrevo a avanzar que, en cuestiones de cosas de valor, sí hizo un par de aportaciones. Que me apresto a indicar aquí para rellenar mi post de la semana y cumplir con la instrucción pública, uno de los objetos, no por inconfeso menos presente a su autor, de este nuestro blog.
Por lo que he leído en las esquelas, Kaufman fue guionista de Hollywood. Profesión esta que disfruta de bastante menos consideración y oropeles que la de escritor o reportero, pero entre cuyas filas, algo de lo que todos estamos al tanto, figuran a menudo personas de mucho talento muy poco reconocido (para dignificar actividad tan servil y subalterna suele mencionarse que en ciertas ocasiones fue ejercida por Hemingway o Faulkner, entre otras primeras espadas). En 1949, Kaufman realizó el guión para un cortometraje titulado Ragtime bear, en que aparecería un ancianito corto de vista en compañía de un oso. El oso acabaría por ser descartado, pero el anciano, un cegato que se negaba malhumoradamente a reconocer su deficiencia, no tardaría en convertirse en el personaje estrella de la United Productions of America y de ser exportado hacia la potente Columbia, que lo distribuiría por todo el mundo. Hablo de Mr. Magoo, cuyos avatares, tropiezos y malentendidos nutrieron generosamente las tardes de los telespectadores de mi generación, en connivencia con las de esas otras figuras arqueológicas llamadas Maguila el Gorila o el Lagarto Guancho (todos ellos, supongo, dormirán el sueño de los justos en el mismo subterráneo del finado Millard Kaufman).
Mr. Magoo resultaba de lo más entrañable, con su sombrero, su bastón y su rocambolesca tendencia a salvar a pobres animalitos de peligros que no existían en la realidad, salvo en su retina distorsionada. A decir verdad, los episodios de la serie no se caracterizaban precisamente por su variedad: el guión, construido sobre tres cartas de la baraja (la sota, el caballo y el rey) solía consistir en la llegada de Mr. Magoo a alguna parte, la confusión de un camarero o de una señora o de una boca de riego con algo completamente disparatado y exótico, y los equívocos consiguientes. Al final, Mr. Magoo se marchaba de donde fuera, saludando muy educadamente con su sombrero pero no por ello dejando de expresar su disconformidad con las formas de sus anfitriones. El esquema, obviamente, fue calcado por Francisco Ibáñez para la fabricación de otra de las glorias de nuestro pasado patrio: el inefable Rompetechos, que por méritos propios se merece un post aparte. Como aparte quedaría, también, una reflexión sobre la comicidad algo chusca asociada a los defectos de percepción de la realidad: por qué existen tantos personajes discapacitados que nos mueven a la hilaridad y por qué la ceguera, la sordera o el delirio nutren con tanta asiduidad todo tipo de gags, de calidad baja, mayor y mediana. Un anticipo: en su curioso tomito sobre La risa, Henri Bergson avanza el principio de que lo cómico es el resultado del desfase entre el formato de realidad que nos imponen el hábito, la rutina o el intelecto y su súbita violación por parte de alguien o algo que no comparte sus reglas (un resbalón, un hombre desnudo en mitad del mercado, una palabra inadecuada en un discurso de recepción del Nóbel). Creemos que el universo está perfectamente definido, limitado y en orden, que cada persona y cada cosa ocupan en él el puesto que les corresponde sin posibilidad de que el esquema admita variantes. Pero la risa, la ceguera de Mr. Magoo y Rompetechos, nos colocan en el precipicio de la duda: ¿y si una tijera fuera un compás? ¿Y si un sombrero fuera una madriguera de la que surgen gazapos? Recordemos aquí que para Max Ernst el colmo de la belleza consistía en “el encuentro casual de un paraguas y una máquina de coser en la mesa de operaciones”.
Pero volvamos al señor Kaufman, que debe de habérsenos extraviado con tanto circunloquio. El difunto Millard merece nuestra admiración y este post que (según costumbre) ya se alarga más de lo debido no sólo por introducir en nuestras vidas a Mr. Magoo, sino también por ser el responsable de uno de los guiones más apasionantes si no más conocidos (¡ay!) de que tengo noticia. A saber, el correspondiente al filme de John Sturges Bad day at Black Rock (1955), que en su día incluso le granjeó una nominación al Oscar del ramo. La película, que aquí se llamó Conspiración de silencio, nos presenta a un Spencer Tracy inigualable (ya peina canas, y tiene ese aire entre santurrón, profesoral y abuelesco que le conocemos de Adivina quién viene a cenar esta noche), convertido en un veterano manco de la Segunda Guerra Mundial. No quiero desvelar demasiados datos de la trama, que me resulta ejemplar, y animo a todos aquellos que no la conozcan a correr al videoclub (¿estará?) o enchufarse al emule para obtenerla cuanto antes y disfrutar de ochenta y un minutos de cine de cinco estrellas. Aun así, ofrezco algunas indicaciones: un villorrio polvoriento del Medio Oeste, donde ejercen su tiranía granjeros metidos a perdonavidas (papeles bordados por Robert Ryan y Lee Marvin), queda conmocionado por la llegada de un anciano que busca a la familia de un antiguo vecino del que fue camarada de armas, Joe Komaco. Lo cierto es que la familia de Komaco no se encuentra en Black Rock, y nadie sabe, o prefiere no saber, lo que ha sucedido... Así que el anciano, con muchos más arrestos de los que le suponen los niñatos que dominan el cotarro en el pueblo, ha de ir destejiendo la red de insidias, odios y atrocidades a que la familia de Komaco se ha visto arrastrada sin comerlo ni beberlo.
Admiro este película desde hace mucho tiempo, y por varios motivos. Por el pulso narrativo, que está medido con auténtica maestría y sabe colocar cada suceso en su punto correcto, siempre con la intención de sacarle el mayor partido a la trama. Porque constituye, al menos para mí, un ejemplo perfecto de lo que debe ser un thriller, en formato novelístico, cinematográfico o de cualquier otra clase, puesto que siempre he descreído felizmente de esas compartimentaciones (los géneros) que tanto tranquilizan a las mentes académicas. Por ese inicio y ese final, simétricos, en que un tren llega o se aleja de ninguna parte, en mitad de un desierto donde no caben más que silencio y odio. Y por supuesto, por Spencer Tracy, mi enorme Spencer Tracy, un actor que con su sola carota de sirgador ya llena la pantalla y que convierte a cualquier personaje de dos dimensiones, por remoto que resulte, en alguien de tu familia nuclear (mérito que comparte con otras glorias como Peter Ustinov o Anthony Quinn).
Querido Millard Kaufman: a pesar de no conocerte de nada, te agradezco todas las horas de inmenso placer pasadas en compañía de un ciego y un manco. Tu ciego y tu manco, por supuesto.
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