La pregunta del millón. La otra tarde, en mi puesto de trabajo, presencié cómo una compañera hacía una confesión escalofriante. En sentido literal: al oírla sentí un escalofrío que no sé de dónde venía, si de fuera (las puertas de la sala no estaban bien cerradas) o de debajo de las costillas, donde suele hacer bastante frío a ciertas horas. Bueno, la susodicha dijo: “De verdad, no entiendo para qué sirve comprar libros; una vez que los lees, ¿qué haces con ellos?” Digo que sentí frío, porque la cosa así expuesta, en su diabólica simplicidad (o simpleza) nunca había estado a mi alcance. Es decir: yo siempre había pensado que el libro, los libros, eran un fin en sí mismo, y no un medio, por parafrasear a Kant (que escribió muchos libros). Lo cual, en efecto, me hizo plantearme la pregunta con la misma crudeza con la que la susodicha lo había hecho: ¿por qué conservar el libro después de usarlo? ¿Por qué no arrojarlo a la basura, con los kleenex llenos de mocos, las pelotas de papel higiénico y las cabezas chupadas de las gambas? ¿Qué impulso oscuro —e inútil— me obligaba a mantenerlo junto a mí, es más, a acogerlo en mi casa de por vida y concederle un espacio que ventajosamente podrían ocupar electrodomésticos, fotos movidas o recuerdos aterradores de vacaciones que se fueron? En un curioso ensayito titulado Las bibliotecas de Dédalo, el bibliófilo Enis Batur se cuestiona sin ambages: ¿por qué erigir una biblioteca personal? ¿De qué se protege quien rodea su casa de libros?
Flores de invernadero. Tiempo atrás (hasta la llegada de la susodicha) los libros habían significado prestigio. No el mismo desde luego que la sortija o el pisacorbatas de oro, o que la cicatriz en el mentón del marinero, pero prestigio a su manera. Uno criaba una biblioteca exquisita, estrambótica, provocativa o coqueta como un jardín esmerado, para sorprender a las visitas. Enseñarles la biblioteca a los vecinos o al cuñado interino (si uno tiene una hermana casquivana) era como decirles: y este, amigos míos, es mi cerebro. Esa acumulación indiscriminada de libros con el fin, confeso o no, de recabar el interés o el respeto del prójimo despertó la risa de muchos intelectuales. Por limitarnos a los clásicos: en un opúsculo famoso, Séneca critica a X., que ha reunido una colección de dos mil absurdos volúmenes: como si alguien, añade, tuviese tiempo en toda su vida para leérselos todos. Conocido también es el sarcasmo de Luciano de Samósata, que se mete a mala leche con los coleccionistas de libros que ni se molestan en leer los frontispicios de las obras que acumulan en sus estantes. “Y si estás firmemente decidido a permanecer en manía semejante —clama—, ¡adelante!, compra libros, tenlos bien guardados en casa, y saca el máximo partido de tan famosa compra; con eso tienes bastante. No se te ocurra ponerles la mano encima, ni leerlos, ni mancillar con tu lengua textos y poemas de hombres del pasado y que no te han hecho ningún daño” (Contra un ignorante que compraba muchos libros, traducción de José Luis Navarro González, en Obras, Madrid, Gredos, 2002, vol. II, p. 119).
El hombre de las Luces. ¿Por qué comprar libros? ¿Por qué conservarlos después de recorrer el punto final, de cruzar la última página? ¿Por qué llevarlos en un bolsillo del abrigo las tardes de lluvia, por qué conmutarles la eutanasia aun cuando los lomos están gastados y la encuadernación se cae hecha migas de puro vieja? ¿Por qué meterse con los libros en la cama, por qué buscarles un hueco en la bolsa de viaje, por qué internarse con ellos en el baño, para hacer esas cosas que nadie puede hacer por —ni con— nosotros? Creo que todo responde a un antiguo malentendido, que los amantes de los libros somos idealistas incurables, es decir, incurables tontos: nos creemos que los libros nos vuelven mejores. Sí, como el Audi, o la corbata, o el apartamento de la playa. La otra noche estaba yo en Málaga conversando, entre otros, con el propietario de la librería Luces, una de las de mayor relumbrón (y perdón por la facilidad) de la capital. Se habló del negocio de la edición, del de la distribución, del de la venta, de los que unos y otros se quejaron preceptivamente; se lanzaron las preguntas retóricas de rigor, para qué me he metido yo en esto, no sería mejor haberme hecho funcionario, ya puestos a vender por qué no teléfonos móviles o los chuches de Rajoy, etcétera. Por fin, el hombre de las Luces dijo una frase impresionante, otra frase que me escalofrió no menos que la de la susodicha, y tampoco entonces supe si el vientecillo que traía venía de las rendijas de la puerta entreabierta o era un soplo del corazón, interrumpido en mitad de la diástole. Si he comenzado con una frase oprobiosa, justo es que concluya con otra que le sirva de contrapeso. Aquel hombre dijo: pero yo estoy seguro de que por mi librería pasan las mejores personas de mi ciudad. Y yo a mi vez estoy absolutamente convencido de que decía la verdad.
2 comentarios:
Jo, tío. Qué cosa más bonita. Tendrías que publicarlo en alguna parte (impreso, quiero decir).
Abrazos
Indudablemente es bonito. Lo que no tengo muy claro del todo, hermano, es eso de que los libros nos hagan mejores personas.
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