sábado, 2 de octubre de 2010

Buenos ratos con Tony



Supongo que si alguien me hubiera preguntado por mi actor favorito en una encuesta habría invocado otro nombre y otro rostro, pero debo reconocer sin empacho que Tony Curtis, el galán, el hombre del peinado, los ojos matutinos y la cara rellena de almidón, me ha ofrecido sábados completos de felicidad desde lo alto del aparador de casa (el taquillón, lo llamaba mi madre); por tanto, parece de justicia que en algo semejante a la reciprocidad yo me acuerde de él en la hora de su crepúsculo. Esto no es una elegía a Curtis: se trata tan sólo de la enumeración de los cuatro o cinco motivos o títulos de películas por las que le debo eterna gratitud, en aquel rincón del gran vertedero metafísico en que su alma se encuentre ahora. Tranquilos: no voy a mencionar, para variar, a Billy Wilder.

1. El gran Houdini (Houdini, 1953), de George Marshall. Si procedemos cronológicamente, la más antigua de las películas de Curtis que me fascinan es este biopic de color de chicle oscurecido con asomos a la parte más ambigua o peor iluminada de nosotros mismos. Nada que ver con esas porquerías que han dedicado al inmortal escapista en los últimos tiempos, como la terrible El último gran mago (2007), de Gillian Armstrong. En la versión de Curtis, Houdini es un joven impulsivo, descabezado, que decide coquetear con la muerte y esas otras barreras, físicas y de otra índole, que acotan la naturaleza humana. Dos escenas para la antología: aquella en que Houdini se sumerge en el mar de hielo y todo el mundo le da por muerto; aquella en que se libera de una camisa de fuerza mientras contempla hipnóticamente los espejos de una esfera que gira. 
 
2. Coraza negra (The black shield of Falworth, 1954), de Rudolph Maté. Ejemplo acabado de lo que el Hollywood de la golden age entendía por Edad Media, este título me ha acompañado durante años que se alargan en décadas como una de mis películas favoritas de todos los tiempos. El guión, basado en un pastiche novelístico que evoca la era de Robin Hood y Ricardo Corazón de León, explota sin rubor parentescos oscuros, venganzas familiares, iniciaciones dolorosas y malvados surcados de cicatrices. La coraza que da nombre al espectáculo no contiene menos hojalata en su aleación que las que cubren al resto de los actores, por no hablar de las espadas. No hay detalle en el atrezzo que no resulte inverosímil, que no invite ocasionalmente a la carcajada o al sudor frío; sin embargo, la historia conserva intacto su poder de arrebatar y de mantenernos soldados al sofá de casa durante la casi hora y media en que se desenvuelve. Para la antología: los leotardos y pijamas de Curtis y su facilidad para trepar por las tapias; el personaje de Diccon Bowman, ese maestro cruel, bondadoso e irrompible que todos habríamos querido sufrir.

3. Los vikingos (The Vikings, 1958), de Richard Fleischer. Uno de los títulos que considero definitivamente imprescindibles en cualquier filmoteca cuyo fin comprenda el placer y la dicha de sus propietarios. Jamás me cansaré de ver las acrobacias de Kirk Douglas sobre los remos de los drakkars y las fastuosas melopeas en el interior de las cabañas de estopa y teca, pero tampoco la singladura del esclavo Eric (Curtis) a través del mar anegado por la niebla y una mano derecha cortada sobre un foso de lobos hambrientos. Curtis contribuyó y no poco (junto con su señora Janet Leigh, igual que en Coraza negra y en Houdini) a la perfección de este exquisito ejemplo de filme de aventuras, que no ha perdido un ápice de su poder magnético a pesar de los muchos artilugios pirotécnicos que se han inventado desde la fecha.


4. Espartaco (Spartacus, 1960), de Stanley Kubrick. No olvidemos que Curtis formaba parte del reparto del más grandioso peplum que han dado las salas de cine, en el papel de un esclavo ducho en ciencias y letras que se suma a la rebelión ecuménica de Kirk Douglas (de nuevo él). Esta película es tan grande, tan ancha, tan larga y tan profunda, que cualquiera que tomara parte en ella, en primer o en segundo plano, merece el premio de un sitiecito en los altares de nuestra memoria, con su vela colorada y esas cosas. Y si además borda diversas escenas de sauna de aroma a ambiente con el shakesperiano sir Laurence Olivier, pues mejor todavía.

En fin, querido Bernard Schwartz, que la nada te sea leve.


1 comentario:

Fran G. Matute dijo...

Me encanta tu repaso personal por las películas de Tony Curtis. Yo en mi lista pondría sin duda "Chantaje en Broadway", que me parece su mejor papel (junto con "El estrangulador de Boston")...

Un actorazo como la copa de un pino...