martes, 8 de septiembre de 2009

La Antigüedad novelada



Tesis doctorales. Al parecer, por lo que me dicen mis conocidos y algún periodista afecto a las etiquetas, acabo de publicar una novela histórica. No sé yo. Antes preferiría pensar que es una novela policíaca, o de aventuras, con ambientación histórica, que parece comprometer menos. Personalmente soy degustador asiduo del género histórico, pero reconozco que suele calzar ciertas anteojeras que me repelen un poco. La insistencia mostrenca en el rigor histórico, sobre todo por parte de algunos de sus cultivadores más recientes, me hace desconfiar: una novela es una narración que ha de interesar al lector por la acción que describe, por el drama y la voz de sus personajes, por el ritmo con el que sepa mecer la inteligencia o el ánimo del lector. Confundirla con un recital de detalles eruditos es una banalidad y un error en el que se precipitan bastante a menudo doctorandos metidos a escritores: lo que redactan no es una novela, sino una tesis disfrazada. Lo que nos sobra, ahora, no son novelas históricas puntillosamente documentadas, que de esas las hay a porrillo, sino relatos interesantes que se sirvan de esas documentos para presentar un argumento bien apuntalado.


Disparates pompeyanos. Se suele referir a menudo con sorna disfrazada (y sin disfrazar) los numerosos anacronismos en que incurren los grandes novelistas históricos del pasado. Que si Dumas hacía revolcarse a un personaje con una princesa que académicamente había vivido cincuenta años antes que él, que si Walter Scott amaneraba a sus caballeros con cortesías de senador victoriano, que si Stevenson colocaba castillos en una colina de Escocia en vez de situarlos en una ribera, que era su emplazamiento original. Todo lo cual es cierto, al menos desde un punto de vista científico. Pero lo importante es que las narraciones de los tres, de Dumas, de Scott, de Stevenson, siguen deslumbrando a quien las visita y conservando el interés del lector por sus criaturas y sus avatares hasta el punto final: el paisaje sobre el que dichas tramas se desenvuelven es sólo un bastidor pintado. Que después de besar a Constance por vez primera d’Artagnan regrese a casa a través de la imposible rue Servadoni (aquella calle no podía existir en el París del siglo XVII, puesto que fue bautizada en honor del arquitecto que proyectó la iglesia de Saint Sulpice, erigida a inicios del XIX), no resta un ápice la validez de la emoción amorosa del protagonista (debo el detalle sobre la incongruencia a Umberto Eco y sus Seis paseos por los bosques narrativos). Entre mis novelas históricas favoritas (y ya me parece oír pitidos de lejos) se encuentra la floreada Los últimos días de Pompeya, que leí por primera vez con arrobo a los quince añitos. La obra de Bulwer-Lytton está literalmente infestada de desatinos históricos (recuerda a esos pastiches románticos que retratan la vida en la Grecia clásica o, peor, a los cuadros simbolistas sobre la Academia de Platón,), pero la preocupación por el destino de Glauco, Nydia y Arbaces nunca decae en un lector que no cesa de comerse las uñas y los padrastros.


Nada es verdad ni mentira. El detallismo ha de limitarse a encuadrar la historia, no a usurpar su protagonismo. El terreno de la literatura no es la verdad, sino la verosimilitud: la historia será buena si crea la suficiente convicción en quien la lee, sin importar la veracidad de sus afirmaciones. En el caso de mi novela, reconozco haber cambiado montones de cosas a mi antojo para decorar mejor la narración o sacarle el mayor partido. Anoto aquí algunas para advertir a los puntillosos de que más que ignorante lo que soy es aprovechado: por supuesto, Hipatia nunca fue directora de la Biblioteca de Alejandría; es altamente probable que la antigua Biblioteca (la que fundó Ptolomeo) ya estuviera destruida, igual que el Museo, en el año en que Hipatia murió, aunque aún seguía abierta la biblioteca secundaria del Serapeo; no sé si en la Antigüedad (lo dudo) existieron despedidas de soltero o depósitos de cadáveres, pero como me hacían falta ahí los puse; la Biblioteca jamás pudo contar con una sala de consulta, porque la lectura en silencio aún no se había inventado; el prefecto que gobernaba sobre Alejandría no era el praefectum Aegyptii, sino el mismísimo prefecto principal de la zona oriental del imperio, una especie de primer ministro con poderes mucho mayores de los que yo le atribuyo, pero respetar a pies juntillas toda esta burocracia palatina me volvía el argumento demasiado farragoso. Por el contrario, la inmensa mayoría de títulos antiguos que cito en la segunda y tercera parte son todos reales, extraídos en su mayoría de los catálogos de Plinio el Viejo y Diógenes Laercio, así como los datos que incluyo sobre mitología, zoología y religión. En cuanto a lo demás, dejo a vuestra elección si queréis creéroslo o no.


Plasma. Me despido con palabras del insigne Carlos García Gual, que aunque anda sobrado de rigor histórico, posee todavía más sentido común. En la página 12 de su interesante La Antigüedad novelada (Barcelona, Anagrama, 1995) apunta que “una buena recreación histórica puede darse en una novela, y hay estupendos ejemplos de ello. Pero el valor de una novela no viene dado por su fiel reconstrucción de los decorados y marco histórico, sino por su interés dramático y su calidad literaria, evidentemente. Es, como diría un griego, plásma y no alétheia”. No tengo ni una coma que añadir.

1 comentario:

IGNACIO DEL VALLE dijo...

Gracias, me ha llegado tu libro. Me zambullire en breve en el texto y seguro que no parare de fusilar. Seguimos contando historias. Abrazos fuertes.