jueves, 24 de septiembre de 2009

Me da en la nariz




Ahí pero dónde, cómo. Imagino que la gran mayoría de vosotros habrá tenido acceso en multitud de ocasiones a la misma experiencia. Entráis en un ascensor, o en un café abarrotado, o en el asiento trasero de un taxi, y sentís el golpe de algo; una imagen, una sensación que se escurre os atosiga repentinamente los cinco sentidos y creéis estar en otra parte o percibir un color; el aire es más mullido, la realidad más indulgente; recordáis sin aparente pretexto la almohada de vuestro cuarto de niños o el vuelo de la falda de mamá. Hasta que, pasado un rato, os apercibís de que se trata de un olor: alguien ha estado ahí apenas un segundo atrás y acaba de marcharse, no sin antes dejar la huella de su perfume, ese duplicado que se parece al contorno del cuerpo sobre las sábanas. El otro día penetré en el vestíbulo de un hotel y me vino la bofetada de un amor: una profesora de alemán que tuve y con la que soñaba y proyectaba viajes estúpidos a países con nieve y lecturas apretujados frente a una mesa con vela y un volumen (digamos) de E. T. A. Hoffmann abierto entre ambos. Todo vino con el perfume de una desconocida y todo se marchó en cuanto la puerta giratoria hizo rotar el universo sobre su eje y lo devolvió a su posición primera.


El arte no es cosa de hocicos. Lo cual me hace razonar que el sentido del olfato resulta radicalmente distinto, tanto en percepción como en el efecto que produce, al resto de los otros. El olfato no avanza de frente (como la visión, porque ya sabemos que la luz se expande en línea recta), sino que aprovecha meandros; no ofrece razones, sino atisbos; su estado preferido no es el sólido (el del tacto), ni el líquido (el del oído interno), sino el gaseoso, que se esfuma de continuo. Quizá se trata del único resto de atavismo que nos queda a los pobrecitos seres humanos, pero lo cierto es que un olor convence, repele o magnetiza con mucha mayor contundencia que cualquier otra clase de sensación: vestigio, por qué no, de esa infancia remota en que fatigábamos las selvas y necesitábamos hocicos para rastrear el almuerzo entre la maleza. Si una imagen vale por mil palabras, un olor vale por mil imágenes y las desborda. Es curioso, se me ocurre, que no exista un arte particular del olfato. La visión tiene la pintura, el oído la música, la lengua a Ferrán Adriá. Lo más similar a un arte de la nariz sería, supongo, la perfumería, pero no sé quiénes son sus Leonardos ni sus Cézannes ni en qué consiste el clasicismo o el cubismo en cuestión de fragancias. Todas estas evidencias que acumulo a bote pronto no son nuevas y han sido ya formuladas muchas veces, por lo menos desde que el insigne E. A. Poe anotara en el margen de un libro que estaba leyendo: “Creo que los olores poseen una fuerza sumamente peculiar, afectándonos mediante la asociación; su fuerza difiere esencialmente de la de los objetos que apelan al tacto, el sabor, la vista o el oído” (Marginalia, XXIX, traducción de Julio Cortázar).


Grandes narices de la literatura. Referirse al potencial gnoseológico de la nariz significa, naturalmente, acordarse de Patrick Süskind y de su famoso El perfume, una novela que no fue escrita para erigirse en best-seller pero a la que sin embargo el destino, que a veces tiene maneras de humorista televisivo, otorgó esa condición, y que ha sabido resistir el éxito y los años con una salud que ya quisieran muchos abuelos. Jean-Baptiste Grenouille llega a una constatación que nos inquieta y divierte a partes iguales: que el amor y el odio por el prójimo no son cosa del corazón, sino de las fosas nasales; que instancias más subterráneas y pulmonares que la afinidad son las que nos hacen preferir una novia a otra o un amigo a otro; que el triunfo o el fracaso no se hallan en el ánimo ni la ruleta del casino, sino en las feromonas. Otro personaje dotado de una envidiable virtud para sorber la verdad a través del olfato es el protagonista de la curiosa (y coquetamente editada) La nariz de Edward Trencom, de Giles Milton (La Factoría de Ideas, 2009), sobre cuyo argumento y actores podéis informaros aquí mismo. Trencom es levemente distinto a Grenouille, más integrado que apocalíptico, y pone su raro don al servicio de la humanidad en vez de en su contra: lo usa, en concreto, para calibrar las virtudes de los quesos.


Yo ya he estado aquí antes. Somos acémilas que giran una vez y otra en torno a la misma rueda de molino. Hallo que ya abordé este mismo tema con parecidos ejemplos hace nada menos que un lustro, en un artículo que redacté para dar cuenta de la aparición de una máquina capaz de imitar olores, y que podía llevar a casa del usuario las fragancias del bosque, la granja o el basurero. Interesados, pinchen en la web de El País.

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