martes, 1 de septiembre de 2009

Hacerse el sueco



Dromomanía. En su acepción corriente, significa compulsión irrefrenable por viajar, moverse, deambular de aquí para allá sin poder permanecer en un sitio fijo. La padecían, entre otros, Lord Byron o Ernest Hemingway, y en la actualidad se le puede diagnosticar a Cees Nooteboom. No sólo a personajes egregios, también a otros llanos, como muchos de mis conocidos. A la vuelta de las vacaciones, me hablan de los prodigios de Tokio, Creta, Brasil y El Líbano como si fuese un pecado de maldad o ignorancia permanecer el verano entero con los omóplatos adosados al sofá, que es lo que yo he hecho. Cierto que en el pasado también yo padecí la dromomanía: la obligación impostergable, aunque no apetezca y moleste y resulte incómodo, de pasarse una o dos semanas malcomiendo en tabernas para turistas, apretujado en la cabina de un avión, soportando temperaturas asesinas frente a cercos de ruinas, todo para tener algo que contar a primeros de setiembre. Ahora no. Mi hijo de año y medio me ha brindado el mejor regalo de mi vida: la posibilidad de permanecer cómodamente en casa sin necesidad de inventar excusas. Lo cual no significa que uno se esté quieto, desde luego. He viajado, sí, pero de una manera mucho más cívica y confortable. Mi santo patrón es el duque Des Esseintes, de Joris-Karl Huysmans, que razonaba así frente a una guía turística de Londres, adonde quería ir, pero le daba pereza: “Pero, ¿para qué moverse cuando uno puede viajar tan magníficamente sin tener que levantarse de la silla? ¿Acaso no se encontraba ya en Londres? ¿Acaso su atmósfera peculiar, sus olores característicos, sus habitantes, sus alimentos y sus utensilios no lo rodeaban ya por todas partes? ¿Qué podía esperar encontrar allí sino nuevas desilusiones…?” (À rebours, capítulo XI, in fine. Traducción de Juan Herrero, en Cátedra).


Arenque, patatas y best sellers. De manera que yo, este verano, me he hecho un poco el sueco. En primer lugar, me he tragado de golpe y casi sin masticar (tampoco es alimento que exija mandíbulas muy potentes) los tres ubicuos volúmenes del Millennium de Stieg Larsson. Y para completar mi educación nórdica, he hecho excursiones intermitentes a Ikea, donde he adquirido diversos productos gastronómicos que he disfrutado (o no tanto) apaciblemente en el salón de casa. Mi favorito, el Senaps Sill o arenque ahumado con mostaza, también disponible en versiones con caldo de eneldo (Dill Sill) y de cebolla con zanahoria (Inlagd Sill). Aparte, naturalmente, las patatas fritas con sabor sintético a cebolla y pinta de cartón de embalar, a un euro el pelotazo. Reconozco que busqué por todos los expositores y estanterías de Ikea Food ese Pan pizza (sic) que tanto consume Lisbeth Salander, pero no di con él. Aun así, los arenques sirvieron para formarme una idea más o menos cabal del escenario en que transcurren los sucesos reflejados en la trilogía.


Al norte del edén. Mi opinión sobre los mamotretos más populares del verano, con especial hincapié en la tercera entrega, ha quedado ya descrita en otro lugar, así que no deseo repetirme. Simplemente contaré qué tipo de Suecia he encontrado al asomarme a esta intriga de hackers, maltratadores de la peor catadura y policías con problemas familiares. Observo que, según Larsson, su país es un lugar de un nivel de civilización envidiable, donde, entre otros aspectos de salud democrática, los homosexuales ocupan puestos directivos, los maridos (artistas por añadidura) admiten con deportividad que su señora caliente la cama con un amante bien parecido, la prensa posee poder para intimidar a las fuerzas del Estado y un artículo en una revista mensual es capaz de derrumbar a un gobierno en pleno, los inmigrantes pueblan las oficinas de todas las empresas y del funcionariado público y los fines de semana la gente dedica el tiempo libre a navegar. Decidme: con semejante panorama, ¿no es mejor quedarse en casa y soñar con Suecia? ¿Qué hará uno si al descender en el aeropuerto de Arlanda se encuentra con cabezas rapadas que escupen o pedigüeños arrumbados en las esquinas? Lo que no sucede tiene un par de ventajas sobre lo que sí: en primar lugar pesa menos; y luego, nunca ha de competir contra ilusiones mejor amuebladas.

1 comentario:

Porerror dijo...

Jo! Pues mucho ha debido cambiar Suecia (a la que tampoco he ido en persona) desde que la describiera Henning Mankell en 1990: llena de xenófobos, policías con úlcera, políticos filisteos y bajas pasiones... (Ver Asesinos sin rostro)

Un abrzo!