jueves, 1 de julio de 2010

El regreso de Ulises




Hace poco, mi vida ha experimentado un cambio radical. Después de diez años de inercia y destierro, he dejado Erewhon: el lugar allende las montañas donde desempeñaba mi trabajo y que me condenó a mucho tiempo de soledad, ensimismamiento y circunvoluciones alrededor de las mismas cuatro o cinco cuestiones peregrinas. A menudo he maldecido esa condena; la he identificado como culpable de mis derrotas sentimentales, de mi insatisfacción personal, de mi falta de adaptación al grupo, de mi mediocridad literaria; año a año, conforme veía alejarse la realidad que había antecedido al exilio, creía que Erewhon era mi destino personal y que yo había sido sometido, por obra de algún azar sádico y literario, a emular las desesperaciones de algún protagonista de Kafka. Ahora eso ha terminado. Me voy de Erewhon y regreso a casa. Algunos de mis convecinos se han atrevido a aventurar que ahora lo echaré de menos, y hasta yo mismo, una de esas voces de dentro de mí que hablan por instigación de algún ventrílocuo que no conozco, me declaré de acuerdo en cierto momento. Pero es mentira. Lo único que me llena al abandonar ese lugar opaco es una inmensa satisfacción. Ya creo que incluso la memoria de estos lustros perdidos comienza a borrarse en los márgenes de mi conciencia. Que nunca he estado allí. Que quizá, parafraseando a Borges, pronto pueda enunciar sin mentir que mis años en Erewhon son ficticios: yo siempre estuve y estaré en Buenos Aires.


La manifiesta esterilidad de estos diez años me asusta. Me espanta. Me deprime. No logro encontrarles un puesto adecuado dentro del mapa de mi vida. No conducen a ningún cerro, no se desvían hacia ningún bosque ni ninguna laguna. Están ahí así, por las buenas, como un jubilado que toma el sol en un banco o un anuncio en una marquesina. Si por algo se caracteriza esa cosa antipática que llamamos madurez es, quizá, por permitirnos ir asumiendo poco a poco el absurdo evidente de las cosas. La gente se muere, aunque no tenga sentido. Por decirlo con Camus más finamente: los hombres mueren y no son felices. Te partes una pierna al descender el bordillo de una acera aunque resulte perfectamente ridículo. Tu mujer te engaña con una persona a la que no habías concedido la más minúscula posibilidad de hacerte sombra. Recibes un premio. Tienes un hijo. Un meteorito se acerca a la órbita de la Tierra más de lo recomendable para la salud pública. Y ninguno de esos acontecimientos posee un capítulo establecido dentro de ninguna historia general que los articule, que los explique, que los disculpe. Todo es cierto; pero lo mismo podría decirse de su contrario.


¿Por qué diez años? ¿Qué se oculta en esa cifra rotunda, exacta, que ya ha marcado mi vida de manera indeleble como el hierro de una ganadería? Leo en el Diccionario de símbolos de Cirlot que el diez es la cifra del retorno a la unidad, de la realización espiritual, del ser perfecto pitagórico, cuya comunidad lo resumía en el famoso emblema de la tetractys: diez es el resultado de sumar los cuatro primeros números de la serie natural. Diez años estuvo Ulises vagando por el mundo antes de regresar a Ítaca, y si hemos de creer a Robert Graves (sobre cuyos deliciosos desvaríos más pronto que tarde espero poder publicar aquí un dictamen), esos diez años estuvo muerto al menos tres veces: una durante su visita al Tártaro para conversar con Aquiles; y otras dos en su estancia en las islas de Calipso y de Circe, trasuntos de la mítica isla de los muertos donde los héroes iban a esperar la resurrección. Ulises regresa a casa convertido en otra persona a la que sólo su perro reconoce, identificado al fin y al cabo por una vieja cicatriz en el muslo. ¿Tiene todo eso algo que ver conmigo? Yo tengo una cicatriz en el pulgar izquierdo, si eso sirve de algo. No soy rey de Ítaca ni de ninguna parte, pero sí tengo un hijo al que he echado mucho de menos y sé que he estado muerto. Y que ahora, poco a poco, al subir hacia el horizonte, la luz del sol me deslumbra y me hace llorar.


4 comentarios:

Tomás Rodríguez Reyes dijo...

Esa turbación del viaje cíclico tiene su respuesta es el nombre de Ulises: Nadie. Salud, siempre.

Daniel Ruiz García dijo...

Bonito texto, hermano.

Daniel Ruiz García dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Pascu dijo...

Sobrecoge lo amorfa y desprovista de sentido que puede ser la existencia. Sin embargo, a veces una visión, una fe, si es verdadera, consigue materializarse, de forma que el tiempo entre ambas cosas parece una broma.
Tu texto me ha llevado en volandas. Que tus visiones sean insignes y satisfactorias.