La otra tarde, en la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria, una persona de las que soportaban la asfixia tropical entre el público de la carpa levantó la pregunta inevitable:
—En tu opinión, ¿el escritor nace o se hace?
Es fama que, interrogado sobre si se nace escritor, Monterroso respondió que no conocía a ningún escritor que no hubiera nacido. Monterroso lo decía porque había participado, como fundador o cómplice, en algún taller de escritura creativa y le tocó lidiar con aquellos suspicaces que siguen opinando que el talento para relatar viene incluido en la dotación genética y forma parte de esa sangre que se nos acelera con el miedo y delata a las malas cuchillas de afeitar (o a las demasiado buenas). En la adolescencia, cuesta desprenderse de ese mito: uno se siente llamado, no quiere creer que ese don maravilloso que le hace emborronar cuartillas sea compartido democráticamente por el resto de los mortales y confía en pertenecer a la selecta cofradía de los nombres que se hacinan en las enciclopedias. Porque el genio se asemeja a una especie de indisposición, a unos bacilos o unas esporas que circulan por los pulmones de los premios Nobel y con el que no todos los organismos consiguen resfriarse, a pesar de que lo harían muy a gusto. Por eso, supongo, fatigamos las tumbas, los manuscritos, las casas museo de nuestros autores favoritos, en la esperanza de que algún día se produzca el milagro del contagio.
Esa esperanza sobrevolaba mi visita de la casa natal de Pérez Galdós, aunque bien es cierto que el señor del bigote nunca fue santo que figurara en mis altares. Aun así, recorrí con unción las habitaciones por las que correteó aquel niño enclenque y en donde se protegió del sol salado de las islas, sobre todo porque el Gremio de Libreros de Las Palmas tuvo la deferencia de abrirla sólo para mí y de permitirme rozar libros y muebles que comúnmente protege una chapa no menos alarmante que las de una central eléctrica. Nacer escritor supone que un extraño aura, una especie de radiación sobrenatural, rodeaba ya la cuna de madera negra que se conserva en una de las estancias de entrada, que impregnaba de algún modo arcano los ceniceros, los bargueños, las camas que el propio Galdós diseñó y que fueron traídas a esta casa, como el resto del mobiliario, desde los domicilios desaparecidos de Madrid y Santander. En mitad del patio, indiferente, se alza una palmera canaria anterior al edificio y que ha sobrevivido a su amo cien años; es de presumir que conserve la misma salud cuando toda su obra se desdibuje en la memoria de los hombres. El arte puede ser largo y la vida breve, pero nos olvidamos de los helechos y las tortugas.
La casa aloja un notable fondo de manuscritos y ediciones príncipes y una fundación, que ahora se encuentra publicando toda la correspondencia inédita del autor: fajos y fajos de letra minúscula, me dijo la chica encargada, páginas de otra novela mayor y seguramente más compleja que todas las que nuestro clásico del diecinueve dio a la imprenta en su día. La biblioteca privada puede visitarse a plazos: en los lomos reconocí tomos de Dickens y Balzac, todos en idioma original, y la obra completa de Scott, en octavo menor, junto al escritorio, como para facilitar, también, el contagio. Galdós era realista y partidario de aquel adagio según el cual Ars simia naturae; sin embargo, a la hora de distraerse, prefería las espadas y las torres donde suspiran doncellas emparedadas.
Además de diseñar sus propios muebles y aporrear el piano, Galdós pintaba con buena mano. En las paredes figuran bocetos de escenografías para sus propios dramas, caricaturas de personajes que despertaron su compasión y su ira, y sobre todo marinas. El tiempo ha convertido esos ejercicios de acuarela en material decorativo para hostales de segunda clase, pero despierta curiosidad constatar cómo los mismos dedos retratan realidades diferentes dependiendo de la herramienta de que se sirvan: el pincel de Galdós es más lírico, más vulgar, más tedioso que su pluma, aunque no menos detallista. Según los Goncourt, todo literato esconde un pintor en muletas. Copio la declaración de su diario del 1 de mayo de 1869: “¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo; y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un sufrimiento…”
Bueno, no todo es sufrir, supongo.
1 comentario:
¿Sufrió el garbancero? ¿Fue mejor pintor que novelista? Los años que vienen es probable que aclaren estas preguntas. El otro día me dio por leer Cádiz y no lo aguanté demasiado bien. Es Reverte el que ha sabido sacarle el fruto a una novelística trasnochada que sólo sirve para pescar el castellano perdido. Celebro que la literatura te siga haciendo viajar no sólo espiritualmente.
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